Hay dos cosas que me emocionan especialmente al rememorar el cine de Zhang Yimou. La inevitable para todo aquel que haya disfrutado de sus principales películas es la elegancia con que carga la imagen. El color siempre ha sido su mejor recurso, eligiendo con pericia a los directores de fotografía con lo que debía codearse en cada película, y sin duda que en Sombra —motivo que le lleva a ser director de la semana una vez más— el blanco y negro imperen en pantalla es toda una declaración de intenciones. La ausencia que refuerza la presencia. La siguiente, más personal, es que toda película en la que aparece Gong Li se convierte en una delicada intervención que va adaptando gradualmente al tono final. Aunque la magia de la actriz no es beneficio único de Zhang Yimou, las primeras obras del director brillan intensamente con su presencia.
Desde sus inicios, donde el director parecía aferrarse al costumbrismo de la vida rural en China en general y el papel de la mujer como esclavas de una época, un hombre o un trabajo, hemos disfrutado de historias cargadas de personalidad donde el simbolismo era un perfecto hilo que conducía un diálogo mucho más visual que verbal. La importancia que no parecía tener una palabra se enfatizaba entre miradas y detallados planos de puro deleite y desde sus inicios con Sorgo rojo, sin olvidar la que mayor impacto ha causado en mí, La linterna roja, descubrimos que elegancia y la delicadeza hacen del tema más sórdido una batería de imágenes para el recuerdo. Con el tiempo introdujo a su cine el ‹wu xia›, donde experimentadas coreografías bebían directamente de su gusto por la espectacularidad ante el mínimo desafío. Hero o La casa de las dagas voladoras son algunos de sus trabajos más aplaudidos en una segunda etapa más cerrada en lo ancestral y ceremonioso.
Pero todo director disfruta de experimentar y entre unos temas y otros, Yimou también tuvo tiempo de acercarse al cine de mafias y triadas, sin perder el gusto por el enfático color, sin degradar la lucha de familias poderosas, sin perder, en definitiva, todo lo que define al director, quitando importancia a los principales detalles de este tipo de cine. Con La joya de Shanghai, Yimou descubre una nueva vía con la que atar a sus protagonistas. Sin prestar un excesivo interés por los roles principales del grupo mafioso, desde un primer momento atribuye el mando a un adolescente recién llegado del campo que tendrá que trabajar a los pies de una cantante de cabaret venida a más por capricho de un importante jefe de la mafia.
Mientras nos perdemos durante unos segundos en los ojos del joven, aprendemos a adaptar nuestra mirada a la curiosidad y falta de cautela del muchacho. Es así como recorremos la trastienda de los hombres peligrosos a partir de reflejos en espejos, puertas entreabiertas, sombras y similares escondrijos que nos devuelven la imagen del que mira y no del que actúa.
Puesto ya el interés en los que quedan relegados a un puesto nimio en cualquier tablero de poder, disfrutamos de nuevo con una Gong Li salpicada siempre de rojo (una de las mayores armonías del director, como si ya fuese la asociación básica al pensar en la actriz en sus películas) que domina la mayor parte del film con su interpretación, evolucionando de la máscara —aparece en todo momento como centro de atención o como duplicación de su propia imagen, ante el ya referido gusto por los espejos— a una sincera disposición personal en su segunda parte —despojada de todo artificio entre naturaleza, excepto en lo que se refiere a su vestuario y maquillaje, que no consigue tapar su propia verdad—.
La relación de distancia prudencial entre el joven y la cantante, permite introducir a pinceladas el potente retrato de la mafia y la condena que lleva tras de sí ese estilo de vida, repitiendo esa impresión de mujer esclava de sus propios intereses, donde el poder nunca deja de emitir su fuerza. Yimou, a sabiendas de estar mezclando dos historias en todo momento, decide dividir la película durante siete días, anunciando el inicio de cada uno de ellos superponiendo la ultima escena y la primera de un nuevo día, dando importancia a imágenes detalladas y visualmente cegadoras que van definiendo primero la opulencia, luego la desidia en la retirada, para romper con su burbuja visual cuando decide demostrar la temida acción.
La joya de Shanghai es una de esas películas donde la técnica se sirve especialmente para el goce de los sentidos, desde el pesado humo que parece rodear la ciudad de Shanghai a los amaneceres azulados de la remota isla, y esto demuestra que va más allá del riesgo argumental, que es escaso. Pero Zhang Yimou ha demostrado en más de una ocasión sentirse cerca de sus personajes, rozar la intimidad en cada palabra que arrastran, y realmente se desvive por elevar a términos de divinidad a su actriz fetiche, siempre de rojo, siempre emocional y de belleza interminable. Definitivamente, un punto de inflexión en su filmografía con el que complacer la avidez con la que nuestros ojos devoran sus dramas cocinados a fuego lento.