El último trabajo de Lucrecia Martel me recuerda a títulos como The Assassin (La asesina) (Hou Hsiao-Hsien, 2015) o La muerte de Luís XIV (Albert Serra, 2016). Son películas que de algún modo defienden la importancia del plano: sus directores dejan a un lado la idea del rompecabezas y explotan el potencial de cada imagen de forma independiente. El tipo de encuadre, su contenido, su duración y el sonido que producen todos los objetos que lo componen. El plano como el discurso en sí, no como la parte de un todo. Se trata de una apuesta sin duda estética y con alguna que otra intención pictórica, pero que, sobre todo, sirve a los directores para remarcar la importancia del contexto. Recordemos que en los tres casos hablamos de relatos cuya situación histórica condiciona fuertemente los sucesos (la China del siglo VIII en el caso de Hou Hsiao-Hsien, la Francia del siglo XVIII en el de Albert Serra y la Argentina del siglo XVII en el de Lucrecia Martel). Un método sin duda efectivo; al menos en lo referente a la capacidad evocadora que otorga tal recurso a la película que nos ocupa.
Tipo de ropaje, condiciones higiénicas, colonialismo, esclavismo… Son conceptos que empapan cada una de las imágenes y que acompañan a los personajes durante toda la película. Y es gracias a tan cuidado detalle que podemos entender hasta qué punto ninguna de sus acciones queda al margen de aquello que las rodea. O dicho de otro modo, así es como se nos explica en qué grado los sucesos están conectados al contexto. El problema está en que tal insistencia en la exaltación de los detalles termina por conducir el discurso de la autora a la dispersión. Ciertamente, estamos ante una película en dónde el contexto queda fantásticamente plasmado y cuya situación histórico-geográfica adquiere un protagonismo notable. Pero al mismo tiempo, da la sensación de que el desarrollo del relato no tiene ninguna dirección. Más bien parece haberse perdido en un mar de conceptos, sin duda muy bien detallados, pero de uso más bien incierto. Con ello no quiero decir que estemos ante un guión confuso, ni tampoco que la directora no sepa explicarse: el problema no está en la comprensión de los sucesos, sino en la volubilidad de su tesis.
No niego la posibilidad de que tal carácter indefinido sea pretendido. Existen casos de este tipo. Son aquellos que preguntan en vez de sentenciar, sugieren antes de mostrar, sustituyen el enunciado por la reflexión y siembran debate en vez convencer. Sin embargo, el hecho de que Zama sea una película elegante y detallista no implica necesariamente que su contenido sea de tan alta profundidad. Yo al menos, no soy capaz de identificar en ella ningún tipo de material llamado a crear controversia en ningún encuentro filosófico. De hecho se trata, al menos en este campo, de un trabajo más bien modesto: ni los personajes destacan por sus complejas personalidades ni los sucesos serán recordados como el cuerpo de una gran historia atemporal. Y personalmente, considero que visionar una película de carácter abiertamente contemplativo que obvia el recurso de la tesis definida pero también prescinde de cierto grado de profundidad, equivale a pagar un peaje excesivo… si bien nada de ello desmerece el trabajo de Lucrecia Martel, que logró, cuanto menos, mantener despierta mi atención durante toda la película.