Don Diego de Zama mirando al horizonte. Don Diego de Zama mirando a sus interlocutores como quien mira a un paisaje de apariencia inmutable. La mirada perdida en un espacio dilatado, el tiempo que parece que no pasa mientras los micro-cambios se suceden al ritmo que la progresiva aparición de las ruinas nos indican el desmoronamiento de una época, de un sistema, de unos valores y por consiguiente el desplome interior de sus moradores.
Lucrecia Martel cambia su habitual foco sobre personajes femeninos y posa su mirada en un hombre cuyo sistema de vida se tambalea progresivamente. Lo que no cambia, sin embargo, es el habitual gusto por la languidez, por esa permanente sensación de cansancio y hastío vital siempre mostrado con una óptica, paradójicamente, de belleza inapelable. La decadencia, la herrumbre y el caos vital no necesitan de oscuridad en la visión de la directora argentina que, precisamente usa la belleza contextual como un todo inalterable que hace resaltar la podredumbre restante por contraste.
Zama es pues un film sobre el tiempo y las esperas, sobre los deseos y las incapacidades de alcanzarlos. Una construcción que se fundamenta precisamente en el derrumbe y que nos interpela constantemente, a través del paso del tiempo, sobre la lucha que supone el sobrevivir en un medio conocido que, sin saber muy bien cómo, va desapareciendo inexorablemente.
La burocracia, la lentitud de los procedimientos, la sensualidad lánguida y sudorosa, el pulso sexual no satisfecho… no son más que elementos comunes que se suceden sin aparente orden ni concierto, como las elipsis temporales, como las noches y días tan parecidos entre sí. Un tiempo y un espacio que se dibujan casi como no-lugares espacio temporales donde nada parece moverse, donde el reloj parece estar congelado y la existencia queda contenida en un mundo interior que, a modo de olla exprés defectuosa, nunca termina por expulsar los vapores de la emoción.
La vida de Don Diego de Zama es la crónica de un sinsentido, de una búsqueda perpetua de algo inalcanzable. El regreso frustrado, el interés sexual, la caza del forajido, no son más que puntos de fuga a una existencia vista como epicentro de un mundo que no deja de girar alrededor y que no ofrece más que frustración y ahogo.
En el fondo estamos ante una obra que, a pesar de su querencia por los espacios abiertos, no deja de ser claustrofóbica y que dibuja espacios naturales abiertos, sí, pero siempre limitados por lo infinito de sus fronteras. Zama es pues a su manera la historia de un Conde de Montecristo buscando la forma de huir de su prisión existencial. Un plan de fuga frustrante al estar encerrado en una cárcel cuyos barrotes no pueden ser vistos, olidos, palpados. Es la cárcel de la propia existencia, de la vida inane, de la infelicidad como bandera. Una metáfora si se quiere, ya que, al fin y al cabo, Don Diego de Zama es solo un hombre, pero también un símbolo de una época, de una forma de existencia al borde del colapso.