La explotación de la sencillez. Uno de los pilares básicos del cine independiente se cumple «in extremis» en Sound of my Voice, dirigida por Zal Batmanglij. La penetración de la absoluta blancura siempre deja manchas imperceptibles para la mayoría.
Una mujer vestida de blanco, con su largo cabello rubio y un sereno rostro pálido que transmite seguridad y certeza. Es el totem al que todos los presentes han llegado en algún momento, sólo unos pocos elegidos, seres que deben buscar en su interior la pureza para emplazar su lugar adecuado en el mundo. Donar tus posesiones mentales a un gurú que exige, sin palabras, una fe ciega en su existencia, una absoluta confianza en tu reflexión.
La película juega con los dogmas basándose en ambientes sectarios, donde una joven pareja decide adentrarse en uno de estos grupos para descubrir sus engaños. Este intento de centrifugar lobotomías por todos conocidas es simple, pero juega con la ampliación de elementos, la intensa charla de dominación y los pequeños cabos sueltos que dan pie a una libre resolución hacia lo planteado, siempre hay ojos que quieren ver más allá de las realidades posibles.
Conocemos a Peter y Lorna expulsando todas sus toxinas sociales (la apariencia lo es todo) para abalanzarse a esta odisea de secretos. Una vez purificados entra en escena Maggie, una excepcional Brit Marling que con total calma y seguridad convence tanto a súbditos como espectadores, que quedamos embelesados por su voz y su ciencia. De esto se trata, de recordar el sonido de su voz más allá de su presencia, donde cada ejercicio se convierte en una prueba de lealtad encubierta por la incertidumbre de lo que ocurrirá en un futuro.
No quedan de lado las motivaciones de la pareja para probar suerte en este sótano puro y aséptico donde congraciarse entre elegidos y alimentos resistentes a cualquier organismo débil, nos muestran el punto exacto en el que sus pasados decidieron por ellos entrar en un juego de este calibre, pero sí queda en el aire la presencia de Maggie, que tiene su propia historia, sus marcas que demuestran una posible verdad, pero que se elevan sobre un pedestal demasiado frágil que requiere toda la predisposición de los ilusos que la acompañan.
También tienen voz, además de disciplina, estos seguidores que no sabrían encontrar el camino de vuelta a casa. Preguntan, y los juegos dialécticos llevan a convencerse o alejarse de esta estéril verdad, donde incluso una canción, como un himno atemporal salido de las mentes de The Cranberries, se asemeja a la cadena más fuerte que deben romper para volver a sus realidades cotidianas.
Fuera de toda lógica, como cualquier grupo secreto, la película en sí transcurre con las pautas aceptables necesarias. Un descreído dispuesto a odiar, una mente débil dispuesta a dudar y una evolución en manos del extraño que da pie al cambio de papeles cuando la información comienza a fallar en su bidireccionalidad. Quedan los elementos que en un inicio eran interrogantes, que se suman para aumentar la intriga, sin detalles superfluos, sólo destellos de posibilidad, como un rompecabezas que admite más admisión por creencia que por sensatez. Todo lo que se pide es fe en el interior del sótano.
Zal Batmanglij consigue convencernos a todos con pulso firme al crear un drama que va más allá de la ciencia ficción con un reducido presupuesto sin necesitar aspaviento alguno para demostrar realidades paralelas, futuras o pasadas. Junto a Marling esboza un texto que ella domina a la perfección, consiguiendo fuerza en momentos tensos, utilizando psicología barata que resulta realmente creíble, como la extensa escena de la manzana opresora y los secretos de adivino telefónico, o el saludo infantil con el que reaccionar a la entrada de la casa. Escenarios reducidos que se centran en una habitación neutra, con vestimentas claras que ayudan a objetivar lo que ocurre, en diez pasos que se acometen con sentido, para dejar un final abierto, austero y reflexivo hacia el camino solitario de una simple voz.