Un hombre solitario, en una solitaria noche de tormenta, el alcohol sobre la mesa de una de esas casas provisionales en un camping de caravanas cualquiera. Un depresivo y oscuro inicio con un propuesto final inmediato que se ve alterado por la llamada a la puerta de una extraña. Una mujer descalza, empapada, que insiste en pasar al interior de este hosco hogar para recibir ayuda. Desde este intrigante arranque, You’ll Never Find Me anuncia que cada milímetro de su espacio y diálogo está estudiado para provocar una reacción, para resaltar un significado concreto, para impactarnos penetrando lentamente en nuestra comprensión.
Los debutantes Josiah Allen e Indianna Bell (que a su vez firma el guion) hacen uso y abuso de todas las posibles técnicas aprendidas en una escuela de cine con la intención de aprovechar cada centímetro de ese estrecho escenario en el que nos vemos enclaustrados junto a sus dos protagonistas. Este hecho, sin embargo, no repercute en el ritmo que profieren sus creadores, consiguiendo un resultado más que convincente: una película capaz de sugestionarte frente al mal.
La estructura del film es delicada y profundamente estudiada, no hay espacio para el azar cuando el lenguaje es tan vital como los espesos y sosegados movimientos de la cámara. En todo momento, tanto la visitante como el dueño entablan conversaciones capaces de reformularse a través de la repetición, una que da distintos significados a unas mismas frases según quién las pronuncié, invitándonos a sospechar en todo momento quién realmente representa el mal. Porque el espacio nos invita a ello, a pensar que la oscuridad se está apoderando lentamente del relato gracias a una atmósfera cargada, contrastada por esa tormenta en plena oscuridad que les acecha en todo momento, consiguiendo que ambos personajes se queden anclados en ese lugar, aunque se especule sobre la posibilidad de salir, y que consigue obviar la necesidad de ampliar el entorno cuando sus sugerencias son más atrapantes que cualquier recurso explícito.
Tanto ella (Jordan Cowan) como él (Brendan Rock) saben representar unos personajes impecables que se mueven entre lo ambiguo y lo sórdido, algo imprescindible para que todo este juego funcione al ritmo que han ideado sus creadores porque, no conformes con la intimidad y tensión creadas entre dos desconocidos que poco a poco van destapando sus verdaderas intimidades, You’ll Never Find Me estalla en un último acto donde los fantasmas del pasado, el entorno y el mal en sí mismo toman las riendas. Ese preciso instante en que el control de la realidad se diluye para ofrecernos otro tipo de película, totalmente conectada con lo anteriormente mostrado (y radica aquí el verdadero triunfo del film para resultar tan potente), donde no es tan importante resaltar la verdadera cara de sus protagonistas como enarbolar una especie de venganza adherida al más puro terror, en el que la iluminación y la forma de resaltar objetos, hasta ahora imprescindible, se vuelve en contra de la naturaleza y eleva la imagen a un festival pesadillesco y deformado, un lujurioso despliegue donde enfatizar la peor cara de la humanidad.
You’ll Never Find Me es un inteligente estudio de los límites del horror, atemporal y elaborado, que nos descubre dos nuevos nombres a tener en cuenta. Es fácil dejarse llevar por su forma de narrar, una evolutiva farsa capaz de convencer al más descreído que nos lleva por caminos inesperados, dando a entender, una vez más, que el cine de género ‹aussie› brilla con luz propia. Se notan las costuras de un debut, pero solventan un bajo presupuesto con unos personajes impecables y atronadores, incapaces de separarse de esa incesante lluvia, con una de esas películas que se disfruta más cuanto menos se sepa de ella. Pequeño tesoro en tiempos de terror con demasiados adjetivos elitistas adjuntos.