Yōji Yamada es, además de un tipo productivo y eficaz en términos cinematográficos, un director y guionista versátil que, con más de 90 películas en su haber y más de 90 años en su vida, sigue estrenando películas con bastante asiduidad, entre ellas un montón de secuelas, varias sagas y múltiples géneros sin miedo alguno a enfrentarse a ellos.
Asociado, aunque solo sea en mi mente, al cine de Yasujirō Ozu prácticamente como si este último fuese su mentor en la construcción de la poética de lo cotidiano (que diría la editorial Gallonero), Yōji Yamada llegó a mi vida mucho más por Una familia de Tokio (estrenada en 2013 y que es remake de Cuentos de Tokio) que por las mucho más célebres El ocaso del samurái (2002), La espada oculta (2004) o El catador de venenos (2006). Tres producciones seguidas en estado de gracia para la crítica y el público internacional gracias al equivalente nipón del western estadounidense: el ‹chanbara›. Sin embargo, lo cierto es que Yōji Yamada es, ante todo, un costumbrista de lo contemporáneo. No solo por las cuarenta y tantas películas que ha rodado sobre Tora-san, ni por la trilogía denominada en España “familia de Tokio”, sino, de hecho, por todo lo demás. Los otros éxitos, quizás menores, como Nagasaki, recuerdos de mi hijo (2015), La casa del tejado rojo (2014) o, yendo más atrás en el tiempo, Home From the Sea (1972), The Village (1975) o El pañuelo amarillo de la felicidad (1977).
Tan fiel a sus espectadores como a su reparto, Yamada destaca por contar casi siempre con los mismos actores para la mayoría de sus películas (siempre que la muerte lo permita), destacando en el caso de estos tres últimos títulos la presencia constante de Chieko Baishō, una actriz con quien ha colaborado en 72 ocasiones y que en el caso de El pañuelo amarillo de la felicidad es una de las piezas fundamentales que ancla la película en la realidad emocional que quiere transmitir, especialmente una vez superado algún que otro intento de violación de uno de los protagonistas a su personaje, pues estamos ante una ‹road movie› que es, al mismo tiempo, una ‹feel-good movie› y, a su vez, una obra que, bajo su aparente sencillez, revela una profunda meditación sobre la redención, la esperanza y la conexión entre personas que apenas se conocen, por el simple afán de relacionarse en la soledad de cada uno. Es la historia de tres almas perdidas que, en un viaje por carretera a través de Hokkaidō, se enfrentan a sus propios demonios y deseos.
Yamada, con su estilo sosegado y característico para los que han seguido su carrera, convierte este trayecto en un espejo de las complejidades emocionales de sus personajes, usando el paisaje no solo como un fondo, sino como un reflejo del estado interno de cada uno de ellos.
Así, lo que comienza como una historia cotidiana, se transforma en una experiencia profunda que explora, desde el propio título de la película, no solo la felicidad, sino la esperanza y el perdón, y cuya búsqueda se convierte en el hilo conductor que guía tanto a los personajes como al espectador hacia un clímax que, sin recurrir al melodrama, intenta tocar las fibras más sensibles del espectador, entre el humor —que no siempre funciona, quizás porque algunos gags han quedado anticuados— y la melancolía derivada de la pérdida y los errores cometidos. Aunque algún que otro personaje es tan simple que no sabe qué es eso de cometer un error, resulta ser a su vez el principal alivio cómico junto a la mujer que completa el trío protagonista liderado por el mucho más serio Ken Takakura.
Aunque con un final algo predecible, lo bueno que tiene El pañuelo amarillo de la felicidad es que, como ‹road movie›, sabes que el camino va a ser casi siempre inesperado. Por eso, pese a que alguno de sus personajes resulte algo odioso (aunque sea a nuestros ojos, ya en pleno s. XXI), la honestidad en su retrato hace más que apreciable los esfuerzos de Yamada por encontrar esperanza en los lugares más insospechados e inesperados de la humanidad. Supongo que ahí radica su maestría y larga carrera, porque no debe ser fácil extraer belleza de lo cotidiano y tejer una narrativa que, en su sencillez, toque lo más profundo de uno mismo intentando ser, al igual que el pañuelo amarillo, un faro de luz en medio de la oscuridad.