A menudo se cita el paro juvenil como uno de los ejemplos más terribles de la crisis económica actual. La causa de ello no se debe únicamente al lastre personal y profesional que acarrea en muchos jóvenes el hecho de acabar la carrera y no poder encontrar empleo, sino al impacto que esta situación tiene sobre la economía del país. Pero esta necesaria denuncia a veces tapa un problema incluso mayor: el desempleo entre la generación de los que se acercan a los 60 años, un segmento que tiene extremadamente difícil encontrar un nuevo trabajo y que todavía no tienen edad para jubilarse.
Daniel Blake pertenece a este último grupo. Es un carpintero de Newcastle al que su médico le ha dado la baja laboral tras haber sufrido un infarto en el trabajo. Al no poder ejercer su trabajo, solicita la prestación por incapacidad. Pero los responsables se la deniegan por no llegar al mínimo de puntos necesarios para conseguirla: puede caminar bien, valerse por sí mismo y su cerebro funciona, “únicamente” tiene problemas de corazón. Esta desidia gubernamental y el océano burocrático que hay que afrontar para apelar o reclamar otras ayudas ponen a Daniel en una situación límite, similar a la de su nueva amistad: Rachel, una madre de dos hijos que, tras residir dos años en un albergue, se ha trasladado desde Londres hasta Newcastle para ocupar el piso que al fin le han otorgado. Un asunto no menos peliaguado será el de encontrar un trabajo mínimamente decente.
Ken Loach dirige Yo, Daniel Blake con el espíritu de denuncia social que ha engalanado toda su carrera cinematográfica. El término “denuncia” puede ser peligroso en nuevos directores, porque muchas veces se atenúan las críticas a su nueva película por el mero hecho de realizar una reivindicación loable (tenemos ejemplos recientes a puñados), pero tratándose de un tipo que lleva más de medio siglo tras las cámaras es difícil tener dudas al encarar su película. Y si había alguna, queda disipada tras la primera media hora de metraje, cuando el cineasta ha sabido dar el toque veraz a sus protagonistas al tiempo que ha prendido con acierto la mecha argumental.
Con el transcurso del film, hay espectadores que seguramente piensen que Yo, Daniel Blake parece abusar del tópico en ciertos momentos. Es entonces cuando sobrevuela una pregunta: ¿realmente podemos considerar como un defecto que asistamos a representaciones veraces que hemos visto en nuestra vida diaria? La lentitud de los sistemas públicos de empleo o la precariedad laboral ya han sido plasmadas en el cine y muchos lo hemos vivido en primera persona, pero no por ello Loach resulta reiterativo al representar estos temas en su obra. Únicamente la definición arquetípica de ciertos personajes (la funcionaria amable, el vecino gracioso…) y pequeñas subtramas que se abren en la cinta, como la relacionada con el hijo pequeño de Rachel, pueden ser consideradas como tópicos negativos.
Con todo, lo cierto es que el británico maneja bastante bien el ritmo de su película. Yo, Daniel Blake no es cargante por su temática ni demasiado liviana por la poca experimentación del director. Tampoco acusa el exceso de escenas demasiado emotivas que muchas veces tiran por tierra esta clase de films. Más bien al contrario; la recta final deja una secuencia graciosa y sorprendente, amén de resultar bastante acertada para encarar el desenlace. Este, todo sea dicho, sigue el tono normal de una película que huye de grandes alardes y que pretende, por encima de cualquier cosa, resaltar la injusticia social.
Al leer las opiniones negativas que se vertieron contra el film tras recibir la Palma de Oro, uno tenía la sensación de que dichas críticas estaban más influenciadas por el hecho de que la obra de Loach pudiera no poseer el suficiente volumen de riesgo artístico que muchas veces se reclama a estos premios y no porque realmente fuera de mala calidad. La sensación era correcta. Aunque realmente el galardón pueda ser excesivo por lo ya comentado, Yo, Daniel Blake está lejos de ser una película mediocre o decepcionante, ya que el director británico consigue que su trabajo se abra al espectador mientras es representado en pantalla y permanezca en su cerebro tras los créditos finales. Esto último, por cierto, tampoco es una proeza: la desgraciada realidad en este caso supera claramente a la ficción, como bien comprobamos día tras día al leer la prensa.