¡OH, CAPITÁN, MI CAPITÁN!
En su novela Zaragoza, perteneciente a los Episodios Nacionales, Benito Pérez Galdós incluye a un personaje, el tío Candiola, que aprovecha el caos, la destrucción y la pobreza que inundan la ciudad como consecuencia de la Guerra de Independencia entre España y Francia para especular con el precio del trigo y enriquecerse a costa del sufrimiento de los demás. El Harry Lime que interpreta Orson Welles en El tercer hombre, sigue una estrategia parecida y trafica con insulina adulterada pidiendo a cambio sumas de dinero desorbitadas. Matteo Garrone sigue la tradición de las dos obras mencionadas y puebla su nueva cinta, Yo capitán, de personajes detestables que no sienten ningún tipo de remordimiento a la hora de abusar de los abusados, de empobrecer aún más a los que apenas tienen nada, de sacar beneficio a base de expoliar a los expoliados, a las víctimas directas de un sistema estructuralmente injusto —el capitalismo— que se sostiene sobre los pilares de la violencia y el crimen.
La película cuenta la historia de Seydou (Seydou Sarr, premio a mejor actor emergente en Venecia) y Moussa (Moustapha Fall), dos primos senegaleses de dieciséis años que, tras ahorrar durante meses, deciden emprender un viaje cuyo destino no es otro que Italia, con el objetivo de convertirse en músicos y poder ayudar a sus familias, acosadas por la necesidad. Así, por el camino se encontrarán con trileros profesionales, policías corruptos y mafiosos sanguinarios cuyo mínimo común múltiplo es su falta de escrúpulos para robar, golpear, torturar y asesinar a todos aquellos que, con la desesperación clavada en la mirada, intenten llegar a Europa en busca de una vida digna.
El autor de Dogman y Gomorra construye su nueva película, como viene siendo habitual, sobre unos cimientos crudamente realistas —si Sorrentino es el más fiel heredero del barroquismo esperpéntico de Fellini, Garrone lo es de la dureza clínica de Rossellini— que salpica con unos oasis oníricos de fuerte andamiaje racional que le sirven para asentar una de las principales ideas sobre las que reflexiona en la cinta: la profundidad del dolor que siente una persona cuando toma conciencia de la abismal distancia que separa sus sueños y aspiraciones de su realidad. Así, la Yo capitán —premiada también con el León de plata a mejor dirección de la Mostra y el Premio del público de San Sebastián— se presenta ante la mirada del espectador como una propuesta traslúcida en la que no hay lugar para las metáforas ni los simbolismos, en la que las injusticias que sufren unos protagonistas acorralados por un sistema que los condena a la pobreza o, en el caso de que se revelen, a la tortura del ostracismo y el silencio, son filmadas de forma directa y transparente.
El director pretende que las imágenes, violentamente viscerales, golpeen durante dos horas la pupila del espectador para obligarle a implicarse, a luchar por todos aquellos que están siendo sometidos, para que él pueda vivir con relativa comodidad; para romper la barrera de cristal que protege su conciencia. Dicha intención empareja Yo capitán con otra película que también salió del Festival de Venecia con premio: Green Border, de Agnieszka Holland. La diferencia entre ambas radica en que, mientras la realizadora polaca no tiene miedo de hacer sangrar a sus imágenes para que estas, a su vez, hagan sangrar al público, Garrone suaviza la fiereza de las suyas a base de elipsis, fueras de plano y música extradiegética para hacer el conjunto más digerible. Tanto el primer acto, en el que el director retrata la vida de los personajes antes del viaje, como el segundo, en el que se encuentra la escena más desasosegante de la cinta —esa mujer desfallecida en mitad del desierto—, están bastante logrados; pero a partir del tercero, en el que el protagonista llega a Trípoli, va perdiendo fuerza hasta alcanzar una secuencia final que no consigue transmitir la tensión climática que desea. Yo capitán, se hace fuerte en su retrato de la fraternidad —impresionantes las interpretaciones de los dos protagonistas—, en su reflexión sobre los contrastes entre las expectativas y la realidad, en su denuncia de los abusos y las injusticias, pero sus imágenes no llegan, salvo en contadas excepciones, a sacudir o incomodar al espectador.