Puede que Yannick, en apariencia, sea la película más convencional, por así decirlo, de Quentin Dupieux. Acostumbrados a las digresiones, a los giros imposibles y al delirio que roza el absurdo, ciertamente estamos ante un producto que casi se podría enaltecer por su sencillez, linealidad y ausencia de derivadas surrealistas. En definitiva, sería fácil hablar de un giro, quizás no radical pero sí significativo, con respecto a lo que Dupieux nos tiene acostumbrados en su filmografía.
Sin embargo, no todo es tan evidente como parece. En el trasfondo de Yannick sigue operando una sensación de límite fronterizo entre la realidad y lo alucinado, algo que ya sucedía en films como Bajo arresto (Au poste!, 2018), Réalité o la más reciente La chaqueta de piel de ciervo. La diferencia estriba, sin embargo, en que en este caso no cae el último telón de realismo. En Yannick se nos ofrece una situación grotesca, excepcional, de credibilidad en suspenso pero que, al fin y al cabo, dentro del canon del director francés podría ser plausible.
Estamos ante un film donde se exploran los límites de la representación, de la creación autoral y, al mismo tiempo, un comentario mordaz sobre la democratización del arte, de la crítica y de como el individuo “fuera de circuito” puede traspasar la barrera del discurso interno para interrumpir, criticar y retorcer a su antojo una pieza artística. Sí, puede que Dupieux nos sitúe en un teatro, en una representación minoritaria (en lo que casi podría ser una pieza de cámara intimista), pero en el fondo estamos ante una metáfora de lo que podrían ser el mundo de la redes sociales.
Una burbuja donde una persona anónima, solitaria, puede permitirse juzgar y despedazar una creación de la manera más burda. No solo eso, sino que puede afirmar hacerlo mejor y contar con la complicidad de gente que, secuestrada o no por su opinión, puede convertirse en seguidor de tamaña grosería y convertirla en proeza, en la moda del momento, en el ‹trending topic› tan efímero e insustancial como su escasa duración.
En este sentido, Dupieux es lo suficientemente hábil como para tomar una posición distanciada. Sin renunciar al dibujo de la amenaza por imbecilidad de su protagonista, no duda en mostrar la “zombificación” de la masa seguidora, la prepotencia del artista incapaz de asumir una crítica, la presencia de un mundo exterior donde la gente sigue con su vida a pesar de la aparente gravedad de lo que pasa en ese universo cerrado y todo ello con la habitual mirada entre irónica y cariñosa del director.
En cierto modo estamos ante una versión minimalista de Tarde de perros de Sidney Lumet donde ya no se necesita a los medios exteriores para dar relevancia. Lo importante, lo que se busca, no es dinero ni repercusión sino sencillamente que presten atención a lo que el protagonista tiene que decir. Un retrato pues que nos habla de la soledad, de la ausencia de cariño y tambien de cómo nos vemos arrastrados a buscarlo por la vía del grito impotente, de la reivindicación de un talento que creemos ahogado pero que es inexistente. Mimbres para un mundo tan digno de conmiseración como de una risa no exenta de negrura, de desesperación.