En su segundo largometraje de ficción, el cineasta iraní Massoud Bakhshi se basa en un programa real de televisión para narrar la historia de Maryam, una joven condenada a muerte por asesinato que tiene la oportunidad de obtener el perdón de Mona, la hija del hombre a quien mató, lo cual anularía su sentencia. Este proceso se vivirá simultáneamente en las pantallas de todo Irán, en un juicio mediático liderado por un carismático presentador y con la participación activa del público.
Yalda, la noche del perdón hace referencia a una curiosa premisa legal derivada de la ‹sharia› islámica y que está vigente en Irán, en la que, pese a que la condena por asesinato es la muerte (según el principio del “ojo por ojo”), una persona condenada puede ser salvada si obtiene el perdón de su víctima o de sus herederos a cambio de una compensación económica. Esta circunstancia añade un toque bastante turbio a una historia ya de por sí extraña: al fin y al cabo, se está decidiendo sobre la vida de una persona. Se genera con ello un escenario que bien parece una sátira distópica, donde se hace espectáculo del drama y se invita a la audiencia a participar mediante encuestas y mensajes de apoyo o rechazo.
La mediatización de la tragedia personal, el traspaso de cualquier frontera ética en favor del ‹show›, todo ello aparece muy bien señalado tanto en el dantesco programa televisivo en cuyo rodaje en directo transcurre todo el metraje, como en las muestras de apoyo que recibe Maryam, que no son sino intentos cínicos de ofrecer al público lo que quiere. A nadie allí le importa lo que suceda como algo más que como un recurso performativo, y así queda reflejado cuando el mismo presentador suelta en la cara a la protagonista que no le importa cómo termine al final de la noche. No miente, y esto es si cabe más inquietante.
Con todo y más allá de esta sátira inquietante de los medios y de la filosofía del espectáculo y el morbo por la que se rigen, lo que aporta un mayor valor a la película en mi opinión es el retrato de Maryam y Mona, sus dos protagonistas. Mona, la hija del fallecido Nasser, es una heredera rica que mira con desdén y condescendencia a Maryam, una joven de escasos recursos que fue acogida junto con su madre por el propio Nasser y terminó casándose con él. En la relación entre ambas siempre hubo circunstancias desiguales, una situación de dependencia económica y laboral.
Es difícil no ponerse del lado de Maryam, cuyo punto de vista ocupa la mayor parte de la película. No solamente su caso ofrece dudas bastante razonables y en último término parece estar juzgando un homicidio accidental como asesinato, sino que su debilidad económica y emocional le hacen sentir en un escalón inferior en todo momento respecto de su altanera y aparentemente indiferente contraparte. Nerviosa, indignada y arrepentida, con un orgullo herido constantemente por la penitencia que le exigen, su situación resulta deplorable. Pero Mona no es un monstruo sin sentimientos. Tras su condescendencia, su pose de superioridad y su compostura, se esconde una rabia genuina, un odio que tal vez pueda tener una fuente en la envidia y los intereses económicos, pero que por encima de todo y como se explicita más adelante, surge de la pérdida, de tener que enfrentar y perdonar a la mujer que mató a su padre.
Ambas tienen sentimientos profundos que canalizan de formas distintas, la una desde lo irreflexivo y la angustia de verse señalada, la otra desde la etiqueta y la apariencia. Ambas deben esconder sus verdaderas emociones ante las cámaras. Maryam debe fingir que se arrepiente, Mona debe fingir que la perdona. Una decisión crucial, convertida en espectáculo público, se transforma en una ‹performance› falsaria por parte de las dos, y ofrece un cierre a su conflicto que solamente tiene sentido sobre el papel, pero que no logrará en modo alguno arreglar la brecha generada entre las dos cuando se apaguen los focos.
Y en ese sentido, Yalda, la noche del perdón encamina hacia una catarsis amarga, en la que un final feliz solamente lo será mientras nos mantengamos aferrados a la ilusión de que, como los millones de espectadores que envían mensajes de apoyo en el programa televisivo, pudimos ver una muestra pura, sin adulterar, de humanidad. Es la definición última de ficción mediática: nos ofrece lo que queremos ver y oír, y ni sus emociones reales, ni lo que sucedió en realidad, ni lo que pase después, nada más importa una vez el programa ha terminado.