La conmemoración, practicada como si de un rito se tratase, que realiza una joven en un centro vacacional para trabajadores abandonado, enlaza con una manifestación en la que se reclama justicia para las víctimas de un incendio acontecido en la fabrica donde trabajaban. En apenas unos minutos, Mladen Đorđević conecta los dos polos que darán forma a su nuevo trabajo: una sociedad trabajadora descreída, que no sabe ya a qué atenerse —ni política ni religión colman sus esperanzas—, y una repentina fe en ceremonias de magia negra que llegarán acompañadas de Mija, un antiguo compañero que se marchó tiempo atrás y dice haber desarrollado esa facultad tras un tiempo en prisión. De hecho, hasta el cineasta se permite lanzar algún ácido comentario conectando un presunto culto con un grupo de terapia.
Working Class Goes to Hell se asienta, con esas bases, como un film de género mutante que desliza ramalazos de comedia pero, ante todo, se postula como mosaico de una sociedad perdida y desencantada. Resulta clarificador en ese sentido el áspero retrato que su autor realiza, sirviendo apuntes acerca de su anclaje en una tradición que ni siquiera les sirve para tener a qué aferrarse, y sobre la desesperanza concretada en la aceptación de los ritos propuestos por Mija. Es de hecho su figura, la que sirve como una suerte de ente disruptor, al modo del Camiel Borgman del film dirigido por Alex van Warmerdam en 2013. Aunque con contrastes significativos, pues mientras aquel individuo subvertía el estado de una familia adinerada, este despliega un ramal desde el que dar a qué atenerse a la clase trabajadora —llegando a justificar la prostitución si es menester—.
Con ello se perfila un film que se mueve gradualmente, describiendo los motivos de algunos de sus personajes y otorgando matices a ese angosto contexto, e implementando capas de un terror que se mueve acompasadamente junto a su irregular estructura narrativa, aportando estímulos —esa extraña silueta divisada por Danica, las sesiones de espiritismo…— y concretando particulares atmósferas. Đorđević reviste así el relato de un extraño poso, siendo consciente en todo momento del viaje del mismo, por más que determinados segmentos puedan antojarse erráticos o desviar levemente la atención. Se conforma de este modo una obra que, como su debut, la estimulante The Life and Death of a Porno Gang, mide sus pasos, y pese a algún desvío (o desvarío) propios de un cine que a buen seguro tomará cuerpo con el tiempo, posee la certeza de hacia donde (y, lo más importante, por qué) debe dirigirse.
Con un estilo emparentado a esa mentada ópera prima —aunque, obviamente, haciendo gala de recursos técnicos más pulidos—, donde destaca la cámara en mano, dando pie a un estilismo áspero pero para nada desaliñado, el serbio compone una mirada que es posible emparentar con coetáneos suyos del este de Europa. La visión de un pasado que conforma casi un paradigma, y desde el que se desliza una cierta consideración por hacerse respetar, topa con un presente (y futuro) que no se sabe muy bien cómo encauzar —encarnado aquí por esos inversores que construirán un moderno “hotel” pese a los consejos de algún subordinado apremiando un prisma más “tradicionalista”—.
Working Class Goes to Hell, no obstante, no se queda en el mero apunte ni en lo obvio. Sería fácil apelar a esos falsos cultos y profetas que se irán descubriendo a lo largo de la narración, pero Đorđević va más allá en una conclusión brillante, dando forma las veces a un acertado simbolismo que germina en imágenes tan significativas como la de esa mujer despertando frente al televisor apagado, observando su silueta y dibujando una sonrisa reveladora. Sí, puede que en el cine de su autor se dibuje una aridez palpable, dejando no obstante estampas deliciosas —como esa hoz clavada en la mano de uno de los malhechores—, pero también cabe la posibilidad de encontrar un reflejo sin el que no sería posible el avance: el de esa sociedad apocada al vacío, que quizá deba empezar a pensar por sí sola para superar los estigmas y símbolos que, después de tanto tiempo, todavía la siguen coartando.

Larga vida a la nueva carne.