Tras la magnífica Tazza: The High Rollers, Choi Dong-hun se sumerge ahora en la Corea feudal para trasladarnos a la historia de Woochi, un mago que será condenado bajo el sello de una maldición durante cinco siglos. Dong-hun propone con Woochi una extraña y arriesgada mezcla donde un humor que no parece tener sentido del ridículo y una combinación entre la acción más estilizada y el ‹wuxia› acaparan un primer tramo en el que el guión apenas muestra bazas, pero el empeño en conferirle una holgura que no requiere, y que ni siquiera se sostiene al no haber prácticamente conflicto que interceda en la trama, lastra unos primeros 45 minutos a los que no se podría tildar de largos, si no más bien de agotadores; su empeño por empuñar ese desgarbado humor como principal artefacto de un relato que, si bien nos sumerge con destacable pulso gracias a esa poderosa ambientación —sólo echada a perder por unos efectos especiales que dejan algo que desear—, nunca termina de atinar con un tono que acompañe adecuadamente la historia de Woochi, y que además se ve zancadilleado en todo momento por un montaje cuyas virtudes no se atisban en esta estirada presentación, pues interfieren con una tosquedad patente en secuencias que podrían valerse por si mismas sin necesidad un corte tan pronunciado y avasallador.
No es hasta los aledaños de su segundo acto, cuando el cineasta coreano empieza a exponer las virtudes de un film que tan pronto abandona en casi su totalidad ese infructuoso tono humorístico y se percata de que sus capacidades deben concentrarse en la concepción de una mayor fluidez narrativa y un mayor derroche fílmico a la hora de llevar las secuencias de acción, cuando Woochi no comienza a mostrar verdaderamente unas bazas que sorprendentemente no se concentran en jugar con el contexto de dos personajes lejos de su época —que sería lo fácil—, y que prefieren juguetear con las posibilidades que tienen entre manos lanzando una velada crítica a una tierra que, bajo los ojos de Woochi, sólo parece destinada al dolor y a la ruina, así como dosificando todos los espacios para hacer de la acción una virtud diferencial sin necesidad de dirigirse a la ostentosidad que podría tener una cinta como ésta.
Tampoco rechaza Dong-hun, de todos modos, la presencia de Los visitantes ¡no nacieron ayer! (Jean-Marie Poiré) y enarbola varios momentos que lejos de recurrir a los tópicos más pueriles y habituales sí resultan simpáticos por encontrar un dúo protagonista (incluida la comparsa cómica, sacudiéndose esa etiqueta con los minutos) que lleva a buen puerto esas situaciones con una extravagante compostura ante la que uno sólo puede darse por sorprendido y agradecer el gesto. Parece clave en este sentido la maduración de un anti-héroe que desde que amanece en la Corea contemporánea vira su perspectiva con agudeza y prefiere recurrir a la crítica más sutil antes que escandalizar, como hacía en su época.
El último tramo de Woochi termina por dar en el clavo al devolver esa ambientación que ya poseía su arranque, pero en esta ocasión con un tono más negruzco que se diluye acertadamente a medida que nos acercamos a un clímax final donde uno ya se ha desecho de todos los prejuicios habidos y por haber, y lo único que le queda es disfrutar de unos últimos minutos en los que se eluden estruendosas batallas y se opta por un cierre mucho más acorde con lo visto hasta el momento, donde la historia se superpone a un derroche innecesario y la personalidad no sólo de actores como el protagonista, sino también del recurrente secundario femenino, interpretado por una espléndida Lim Su-jeong, o del malo de turno al que da vida el siempre imponente Kim Yun-seok (The Yellow Sea) terminan por hacer de Woochi una diminuta curiosidad en la que ni el desmedido metraje logra deslucir un título que, contra todo pronóstico, se termina revelando como recomendable, en especial para los fans del género.
Larga vida a la nueva carne.