Hablar de Wong Kar-Wai, y más en su versión de principios de siglo, es hablar fundamentalmente de obsesión, romanticismo y sofisticación. Pero también de los recuerdos, de las construcciones mentales que hacemos a partir de ellos y de como afectan a la realidad en su tránsito temporal .La mano no deja de ser una variación de lo que el director nos ofrecía en In the Mood for Love, cambiando la aspiración de un encuentro amoroso imposible por un cuento sobre cómo el recuerdo de un acto carnal, deriva en obsesión y cómo esta se mantiene a través de la decadencia y del paso del tiempo.
Kar-Wai baja, de forma ‹sui generis›, al barro de la emoción primaria. Aquí ya no estamos ante un ejercicio de idealización romántica a ritmo de bolero, sino de un erotismo desgarrador, de la incesante búsqueda de repetir una experiencia que resuena constantemente a través del tiempo. Es el retrato de una obsesión decadente que adopta formas de fetichismo, de compulsión y confusión entre lo que es el deseo y lo que es el amor.
Sin embargo, no hay que llevarse a engaño, este mediometraje sigue siendo algo reconocible en cuanto a constantes formales. Narración fragmentada, plano detalle, sutileza e insinuación (aunque el director va a territorios algo más explícitos) y una predilección por el encuadre facial psicológico de sus personajes. Todo ello conformando una pieza donde el erotismo, aunque presente en pantalla, está más en los pensamientos y miradas que en el contacto físico entre personajes.
Pero La mano es también un retrato de la mella que el tiempo hace en las personas, en lo físico y en lo espiritual, y de cómo, a pesar de ello, nuestras mentes siguen ancladas en un momento del que no pueden salir. El mundo evoluciona, pero el plano estético permanece, y aunque los espacios se pudren, tanto metafóricamente como físicamente, hacia lugares más oscuros, húmedos y decadentes, la sensación permanece intacta.
Nos alejamos pues de la idea de la búsqueda de una Ítaca romántica. Lo que se añora aquí es la recuperación de un premio de juventud ya conseguido, aún involuntariamente, la búsqueda de la pureza de ese instante y su afectación emocional y carnal. Un momento ya pasado que resuena como un eco y que, por ello, parece auténtico pero no deja de ser un vacío imposible de rellenar, dejando que de alguna manera, sea el espectador el que trate de imaginar esos vacíos en juego de transferencias emocionales.
Wong Kar-Wai firma pues una obra perfectamente reconocible dentro su filmografía, una pieza sensorial que, lejos de auto considerarse como complementaria (recordemos que formó parte del tríptico sobre el deseo llamado Eros) tiene personalidad propia. Un ejemplo de sutileza y complejidad emocional que sabe convivir con una alta carga erótica que no necesita de excederse en lo explícito para hacer entender (y sentir) todo ese fuego volcánico que resulta abrasador en cuanto a su condición reprimida. Todo un prodigio de efectividad y de belleza que la convierte, sin duda alguna, en una obra imprescindible.