«I did my best, it wasn’t much
I couldn’t feel, so I tried to touch
I’ve told the truth, I didn’t come to fool you
And even though it all went wrong
I’ll stand before the lord of song
With nothing on my tongue but hallelujah»
Hallelujah, Leonard Cohen
Al ver Wonderstruck (Todd Haynes) puede que la primera tentación de cualquier cinéfilo sea pensar en otras dos películas recientes: por un lado The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) y por otro Hugo (Martin Scorsese, 2011). Con la primera comparte la utilización de recursos narrativos del cine mudo en una de las dos historias interconectadas —pero separadas por 50 años de diferencia— que componen su estructura narrativa. De la segunda, por estar basada en la novela homónima del mismo escritor hereda una conexión referencial en lo estético que va desde la utilización de canciones o las relaciones con lo cinematográfico o artístico y su legado, a modo de capa intertextual que envuelve el relato. Pero no va más allá en cuanto a posibles parecidos. Wonderstruck es una historia, casi un cuento, que Haynes está mostrando con toda la energía que le permite el acompañamiento de la banda sonora de Carter Burwell, de la que parecen emerger las imágenes y viceversa.
Esta relación de sinergia en cada plano entre las maravillosas texturas, colores y el sonido que imprime a la historia del joven Ben en la búsqueda de su padre en el Nueva York de 1977 contrasta con el blanco y negro y la orquestación utilizados mientras seguimos la fuga de Rose en 1927 para encontrar a su mito fílmico del momento —la actriz Lillian Mayhew— contada en clave de ejercicio de estilo previo al sonido. No como homenaje, sino integrando de manera directa en la narración unas formas coherentes con la naturaleza de su protagonistas y contexto histórico. Ambos niños, sordos por un motivo u otro, intentan encontrar consuelo lejos de sus hogares rotos. Entre mito y realidad las tramas de la cinta deambulan por la líneas que separan los sueños de la tortuosa existencia a la que tienen que enfrentarse ambos. Un catálogo de coleccionistas, un museo, una sala de cine o un diorama, son partes clave para entender y explicar el pasado sin palabras.
Haynes, mucho más lúdico y menos solemne con las imágenes que en Carol (2015), juega con unas bellas transiciones que dejan fluir y enlazan simbólica y discursivamente los hilos que van desenrollándose en cada uno de los segmentos. Y a pesar de que las formas de uno y otro sigan principios diferentes, sí se reconoce las mismas decisiones autorales de sus anteriores trabajos. La diferencia es que aquí forman parte de un compromiso estético que le permite explorar sus límites de coherencia formales sin renunciar a una delicada estilización ni al portentoso trabajo de construcción emocional de sus personajes. Nos encontramos de nuevo ante una sublimación del melodrama como la esencia de un film que trata de la pérdida, del duelo y la integración de la imperfección y la tragedia como parte de la existencia que tiene presente hasta su último plano.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.