Aunque probablemente estribe de la misma esencia del género y su exploración de una naturaleza sombría, la predominancia que ha ejercido el ‹coming of age› en un panorama cada vez más presto a acoger relatos de iniciación, bien podría haber influido en la acentuación de unos rasgos a los que Wolfkin, la ópera prima de Jacques Molitor, regresa en una cinta que, sin embargo, termina siendo mucho más sugestiva de lo que se podría asumir a raíz de su arranque. En él, aquello que se atisba como una (en cierto modo) conflictiva relación materno-filial debido a la manifestación de esa naturaleza cada vez más pronunciada, pronto derivará hacia un terreno distinto, donde lo familiar jerarquiza esa expresión no como germen del mismo, sino como ente controlador y casi aleccionador de una condición sobre la que entonces recaerá algo más que la propia coyuntura de poder controlar esa situación, también el peso de una tradición que parece estar por encima de cualquier cosa (no en vano, uno de los personajes lo dejará bien claro en una de sus líneas de diálogo: «En esta casa se respetan las tradiciones»).
Así, la búsqueda de un nuevo emplazamiento desde el que encontrar tanto una tranquilidad que quizá en un ámbito más socializador hubiese sido improbable, tal como ciertas respuestas por parte de una familia lejana y, ante todo, desconocida para el joven protagonista, desencadenará en un control ciertamente inflexible donde surgen vez tras otra las incógnitas y los temas a evitar dentro del seno familiar. Con estos ingredientes, Molitor afianza su propuesta en un sobrenatural tan voraz cuando se persona como esquivo la mayor parte del tiempo que enraíza en un cine de sectas, si bien obvio por momentos —en especial, por la relación que entablan algunos de sus personajes—, apoyado por su inquietante puesta en escena, así como por una capacidad atmosférica que define a la perfección los lóbregos desvíos del relato. Puede que, en cierta manera, su narrativa peque en ocasiones de una cierta planicie por cómo se acoge a los tropos del cine de terror y los explota, transitando territorios comunes que tal vez no benefician el desarrollo de la cinta, pero sí resultan de lo más pertinentes en la descripción de esa adolescencia confusa en busca de una esencia propia todavía más difícil de dirimir con la aparición de esos lazos consanguíneos ocultos hasta el momento.
Wolfkin funciona de ese modo trasladando ciertos mecanismos de la ‹coming of age› a un terreno donde el terror y sus constantes no se ven ni mucho menos atenuadas por su presencia. Ello funciona especialmente por la concisión con que el cineasta trabaja las imágenes, dotando de un sentido específico en especial a todo lo que concierne a esa suerte de culto y sus derivaciones. En ese sentido, Molitor comprende esa jerarquía familiar mediante estampas desde las que otorgar forma a cómo se establecen las distintas relaciones en esa mansión. Un hecho que, a la postre, terminará deslizando y alimentando una serie de comportamientos que no hacen sino fortalecer su raigambre genérica, y lograr que en esa confluencia de atmósferas trenzadas a través de su manejo de los espacios y su banda sonora dispongan el contrapunto perfecto a un film cuya lectura sobre los temas expuestos resulta de lo más interesante. Y es que en Wolfkin, la maldición no se comprende como tal, es abordada como si de una enfermedad se tratase, un acto que reformula casi sin quererlo las claves de un género que en manos del luxemburgués se siente tan sugerente como capaz de tensar ambientes con una facilidad inusitada.
Larga vida a la nueva carne.
No me convenció para nada la puesta en escena y algunas actuaciones de cartón……Durante gran parte del filme, la sensación que tuve fue la de estar viendo algo que ya se hizo varias veces (y de mejor forma)