El escenario como bastión central del horror. Un lugar a través del que edificar un tono, una atmósfera. Aquellos paraderos conocidos y desconocidos en los que cohabitar con una tierra, un país. Si algo está logrando Irlanda en su emergente incursión en un cine, el de género, cada vez menos fácil de abarcar, es encontrar esos espacios mediante los que definirse. Y si bien títulos como Citadel —visto desde un barrio suburbial—, The Canal —poniendo su eje en ese canal al que alude al título y un distrito también desmejorado—, The Hallow —que hallaba en las profundidades del bosque su sino— o Let Us Prey —que encontraba en el interior de un edificio su máxima expresión— han indagado en espacios distintos, son estos los que han conseguido exponer el carácter de un cine capaz de urdir entre ellos algunas de sus mayores virtudes.
Esa pronunciada virtud es uno de los ejes sobre los que vertebra Lorcan Finnegan su Without Name, donde el bosque ejerce como elemento místico a través del cual explorar una personalidad arraigada con firmeza y carácter a los ecos de un terror, el psicológico, que explota con un temple sorprendente. El ritmo, cargado y pegajoso, se encarga de extender esa naturaleza a un ambiente en el que el debutante pone buena parte de sus expectativas: el terror más voluble bordea la capa de un fantástico que tiende a lo sobrenatural y en cambio fundamenta sus posibilidades en las relaciones tangibles del protagonista; o, en otras palabras, la condición del film queda expuesta gracias a aquello que precisamente no define sus intenciones como pieza genérica. De este modo, y más allá del bosque y ese insinuante misterio que parece esconder, las idas y venidas de Eric, el protagonista, así como sus relaciones son lo que terminarán marcando la profundidad de un cine que esconde tanta voluntad como ideas y mecanismos para defenderse con suficiencia.
Esa morosidad latente nos traslada así al desarrollo de un conjunto cuyas intenciones se perciben con claridad, y desde las que se construye un discurso tan sugerente como, en ocasiones, errático. No porque Lorcan Finnegan pierda la perspectiva de un trabajo que sabe en todo momento hacia donde dirigir y por qué, más bien por el hecho de abordar una pieza que para un debutante se antoja difícilmente abarcable y que, en manos del cineasta irlandés, de vez en cuando no llega todo lo lejos que debería para comprender una atmósfera que parece escurrirse de sus manos con una facilidad inusitada. Ello no se debe sin embargo a una mala gestión ejecutada por Finnegan, más bien a la complejidad de un ejercicio que no resulta fácil acometer, pero ante el cual no desiste y emprende con una perseverancia digna de elogio.
Without Name termina resultando más una obra sobre la que fundar los cimientos de un cine personal, al que no le faltan trazas de madurez pese a no encontrarse siempre, que un todo fallido por no sostener su capacidad visual y ambiental constantemente. Pero, ante todo, podemos hablar de un autor de marcada identidad, que si bien no mantiene aquello que llevaría Without Name a ser una ópera prima más que destacable —cuando finalmente termina manifestándose tan llamativa como el talento que parece atesorar Finnegan—, muestra una disposición férrea en el momento de llevar hasta las últimas consecuencias aquello que quizá no puede concebir hasta el espacio que uno desearía, pero arrastra hacia unos límites cuya falta de complejos y aderezos dicen mucho acerca de la figura de un cineasta al que de ahora en adelante habrá que seguir con atención.
Larga vida a la nueva carne.