Amarillo sobre blanco
Cuatro dioses viajan desde su propio Olimpo en avión para liderar el libre mercado. Dinero invisible se transacciona en negocios vacíos siempre ante la atenta mirada de tres de ellos. La otra recoge mendigos. La cámara se enfrenta directamente a sus ojos. Alguien propone y ellos disponen su rostro de aprobación y confianza, o de frialdad silenciosa, según les interese. Saben lo que hacen. La dominación persiste ante una cámara que se convierte en el cubo de la observación. Plano frontal de individuos, cenital de alimentos, lateral de estancias. Todos admiten las dos dimensiones para acartonar una comedia falseada.
Barbilla elevada, la necesidad de pestañear es una cuestión de voluntariedad: si lo soportas, ganas. Y si te comportas como un Dios, todo el mundo vendrá rodando hacia tus pies para regalarte la nada. Y le mirarás a los ojos, no olvidemos, sin pestañear. Los proyectos crecen, las negociaciones avanzan, estos genios están se encuentran en el punto más álgido del éxito. Ya no buscan, ahora son buscados.
Azul sobre cara
La línea recta se rompe, el compromiso se pierde, el discurso se ablanda hasta el balbuceo. Nada era lo que parecía porque «realidad» es simplemente una palabra, y las que se aplican en esta orativa surgen siempre del ensayo. De ahí la repetición con distintas variantes. Es cierto, vemos el ejercicio y su posterior manifestación, puede que en orden inverso. La mesa de reuniones pasa del gesto adusto al ridículo. El bolso deja de cambiar de mano si no hay lucha. El bosque se vaporiza. Los encuentros entre animales disecados se endurecen. Perder el sentido estricto para provocar el desconcierto y así dirimir sobre lo anteriormente narrado.
La seña de identidad, una fachada manipulada hasta adquirir el aspecto grato. Como todos aquellos que manejan nuestro dinero invisible. Ah, solo eso quería decir el director. Qué interesante.
La película
Daniel Hoesl ha homenajeado más que inventado. Con el respeto que admite cierto apartado de guerrilla que provocó la Nouvelle Vague, la sátira económica de mínimos formales y guiños estilísticos se convierten en el diálogo con el que señalar firme con su dedo hacia ninguna parte. Conociendo la estructura actual del capitalismo, Hoesl teatraliza con una fuerte carga visual las farsas de los grandes imperios, que surgen de otras múltiples farsas. Convierte la estancia en un cubículo experimental y el diálogo en una liturgia conmemorativa donde soltar de vez en cuando las palabras adecuadas que guíen con un sentido específico. Todo es milimetrado, encorsetado, desde el perfeccionismo inicial a la decadencia evocadora, el director sabe despuntar pequeños actos con los que desperezarnos ante las similitudes rotas sobre líneas limpias. ¿El verdadero triunfo? El montaje da la impresión de inmovilidad, aunque todo avanza sin escrúpulos. La iluminación ciega los tonos elegidos sobre los que se trabaja comprometidamente. El vestuario dignifica la seguridad que muestran sus personajes, que no son más que mímica elaborada. Digamos que la paja va rellenando la pantalla con gusto, hasta convertirse en una pira que arde estupendamente. ¿Y quién no queda absorto ante el fuego?