El relato de Sarah Winchester y la construcción de la Winchester House, un espacio laberíntico que según la leyenda negra la propia dueña ordenó edificar para alojar a todos aquellos espíritus que habían sido asesinados por el uso de un rifle Winchester, parecía el caldo de cultivo idóneo para sumergir esa premisa en otro de tantos ejercicios de género que toman el terreno de lo sobrenatural y las casas encantadas como eje central del mismo. Ante una premisa, si bien no novedosa, sí por lo menos suculenta en tanto a poder juguetear a través del terror con un espacio que fuera y sigue siendo único, dos cineastas, Michael y Peter Spierig, que siempre han manejado los distintos géneros —hasta ahora, sci-fi y terror— como herramienta a través de la cual descubrir un cine sin dobleces; con un sentido pragmático y funcional que ha hallado tanto en su narrativa como en su puesta en escena quizá dos de sus mayores virtudes.
Así, y después de un film como Predestination —su mejor trabajo hasta la fecha—, en el que esas virtudes constituían con vigor el carácter de un relato que no dejaba de ser una reconstrucción propia de tópicos y clichés anexionados al género —algo ya habitual en la obra de los ‹aussies›—, Winchester: La casa que construyeron los espíritus se antojaba un termómetro necesario para observar la evolución de unos cineastas que aquí vuelven al horror en su estrato más puro.
La crónica acerca de la Winchester House —transformada, claro está y para la ocasión, en un relato netamente genérico— parecía el terreno idóneo para que los Spierig volviesen a mostrar el potencial que parece atesorar su cine, pero que en pocas ocasiones ha alcanzado su culmen. Con una —en apariencia— sencilla introducción a través de sus personajes, Winchester se acerca en sus primeros compases a una composición que, sin resultar lo laberíntica y poliédrica que se suponía el espacio original, sugiere por lo menos ideas y conceptos interesantes; una opción tan práctica como exenta de riesgo que, sin embargo, coarta las posibilidades de la cinta al eludir un componente que bien podría haber dotado de una nueva dimensión al terror suscitado —más pendiente, por otro lado, de perderse en anodinos ‹jump scares› que otorgan más una continua sensación de ‹déjà vu› que otra cosa—. La sensación de confusión y extrañeza que podría haber aportado el laberinto construido por Sarah Winchester, se pierde pues en una constante repetición de estancias y pasajes donde ni siquiera sus propios personajes se encuentran desorientados; en ese sentido, los Spierig prefieren abordar su relato fantasmagórico incurriendo en lugares comunes que, si bien facilitan a nivel narrativo el tratamiento de su propia historia, no dejan de sostener una cierta sensación de ocasión perdida, de haber tomado la senda más elemental cuando el material proponía alternativas más sugerentes.
Winchester es abordada desde esos matices como un film de corte clásico en sus dominios: las aclaraciones mediante flashbacks, el habitual trasfondo de la historia —aquí redundando sobre la culpa y esa representación de segundas oportunidades en el nexo trazado entre lo terrenal y lo espectral—, el tradicional esquema narrativo —incluidos los habituales giros de guión, aunque aquí cobren menos importancia— e incluso el carácter de sus personajes otorgan una direccionalidad muy clara al conjunto. Es por ello que quizá pocos reproches se le puedan realizar a Winchester dentro del terreno que decide pisar y las cartas que juega desde un buen principio; consciente de su propósito, y aunque ello no entrañe subterfugio alguno, lo nuevo de los Spierig se mueve en una parcela acomodaticia que, desafortunadamente, no hace sino indicar que algo se pierde por el camino cuando autores tan ligados al cine de género deciden rezagarse en lo común. Gustará más o menos, pero desde luego no parece que les (nos) vaya a llevar demasiado lejos.
Larga vida a la nueva carne.