Wim Wenders… a examen (II)

«No puedo acostarme contigo, pero me encantaría compartir la cama.»

En 1974, tras unos primeros trabajos sin mucha repercusión, el cineasta germano Wim Wenders consiguió obtener el reconocimiento tanto de crítica como del público por Alicia en las ciudades (Alice in den Städten, 1974), uno de sus mejores trabajos y que significó el comienzo de su época más laureada, implementando y ampliando lo que luego a todas luces fueron sus elementos cinematográficos más fáciles de reconocer, como tomar los elementos de las ‹road movies› americanas y trasladarlos a su país de origen (en honor a la verdad, su primera ‹road movie› sería su opera prima, Summer in the City, del 71).

Wim Wenders pertenece a aquella generación perteneciente a lo que se conocería con el nombre de Nuevo cine alemán, la respuesta de la parte occidental del país germano a los nuevos cines que aparecían por Europa (por algo estudió en Paris, Francia, en una época donde te podías encontrar a Godard haciendo sus “godardianas” cintas por la calle) mientras a la vez, o posiblemente gracias a su estancia en la capital gala, se empapaba y disfrutaba cierto cine clásico de Hollywood, algo que se puede sustraer de su admiración por John Ford.

En Alicia en las ciudades, rodada en un esplendoroso blanco y negro, encontramos una obra sin muchos diálogos y, cuando se dan, en ocasiones resultan inconexos los unos de los otros, como si los personajes que pueblan el relato no lograsen estar en sintonía. Narrativamente, la cinta sigue a Philip Winter, un periodista que deambula por los Estados Unidos realizando fotografías en su Polaroid para ayudarse a escribir un artículo mientras el dinero no deja de escasear. Ya en Nueva York, malvende su coche para conseguir los billetes necesarios para huir del país de la libertad y los ultraprocesados, prometiendo acabar el artículo en Alemania. Debido a una huelga de controladores, acaba conociendo a una mujer y a su pequeña de 9 años, que también están en huida por otros motivos.

La cosa es que el bueno de Philip termina con la niña en Ámsterdam pero, glups, sin la madre, y sin saber muy bien qué hacer, deciden buscar a la abuela de Alicia en una ‹road movie› por Alemania Occidental.

Todo esto no es más que una excusa para plantarnos a dos personajes que deambulan dando tumbos por Alemania mientras visitan moteles de carretera, aeropuertos, sinuosos caminos en coche, e incluso trayectos por barco o en tren. Porque tanto Philip como la niña siguen juntos en su viaje dejándose llevar por mucho que él se queje de su situación a cada rato, y Wenders va tejiendo una mirada bucólica y de contrastes y similitud entre la América que ha fotografiado Philip, la imaginada por el propio cineasta, y la Alemania que va descubriendo la extraña pareja. Ya saben, el paisaje es un personaje más y todo eso.

Pero también es un viaje que, imagino que como en todas las ‹road movies›, es apenas un pretexto argumental donde se pone a dos improbables personajes juntos, unidos apenas por el idioma y la sensación de soledad que arrastran, y donde, por seguir con frases fáciles, lo importante es el camino y no la meta, y si siguen juntos es para intentar dar significado a su viaje (Philip no tiene más que frenar, darle una patada a Alicia y dejarla plantada en una comisaria; se quitaría a Alicia de encima, pero entonces tendría que afrontar que no tiene ningún rumbo que tomar y que jamás escribirá ese artículo por el que fue contratado), siempre tan lejos y tan cerca de su meta.

Por otro lado, 50 años después de su estreno, podemos observar la filmografía de Wenders y entender que es en esta época cuando dirige sus ‹road movies› alemanas donde de fondo empieza a vislumbrarse tanto una fascinación por la cultura estadounidense como la fagocitación de Alemania por el mencionado amigo americano, situación que no deja de estar presente en toda la segunda parte de Alicia en las ciudades.

Win Wenders se gana el cielo transmitiendo ese estado vital de unos personajes que, tras un inicio difícil en su periplo, van congeniando, van disfrutando del camino, y cuyos diálogos dejan de ser disonantes. Son en todo caso escasos, sí, pero empieza a surgir la armonía. El milagro es que en el curso del tiempo en que transcurre la segunda parte de la cinta, su cineasta consiga aunar todas sus ideas, así como su mirada, plasmándolas en algo que a nivel de guión es sólo un tipo y una niña dando vueltas por ahí, sin llegar a provocar en el espectador el consecuente aburrimiento que ello podría suponer.

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