Wim Wenders… a examen

Esencias de cine

Sobre fotografía en sepia de un escenario distópico, desierto, terminal, un grupo de hombres, mujeres y niños huyen de una debacle nuclear buscando el mar. Sus vestimentas espaciales, en el límite de lo ridículamente precario —aquí no he podido evitar rememorar las formas tan sugerentes del muy especial cine de Chema García Ibarra—, nos arrastran mentalmente al terreno estimado de la serie B más reivindicada, hasta que la niña protagonista exclama con convicción: «Hemos llegado a casa».

¿Y qué casa es esa? Un hombre desde fuera de la ficción que todavía no sabíamos que estábamos contemplando, entra en escena. Es el director de la película (Patrick Bauchau), y una vez más nos situamos como espectadores en el rodaje de un proyecto fílmico, ese proceso creativo, milagroso, accidentado. Ahora ya lo sabemos, nos disponemos a transitar por ‹la nuit americaine› de Wim Wenders —veremos por qué derroteros va a ir la respuesta de su camarógrafo—, vamos a acompañar al director alemán por su personal “lugar solitario”, en la tradición de la metaficción cinematográfica más autoreferencial en un sentido amplio. Friedrich Munro —que podría ser Lang, o Murnau— le pregunta al operador, de nombre Joe y con el semblante del director de culto norteamericano Sam Fuller, por el resultado lumínico en el brillo de los ojos de la muchacha. Joe reniega sobre la luz disponible y el apresurado tiempo de rodaje, asegura con contundencia que cambiar el día por la noche es un error —no soy solo yo la que recuerda la cúspide del cine-vida de François Truffaut, aunque lo que entonces era apasionada nostalgia de tiempos pretéritos y admirados, se convierta aquí en prosaico pragmatismo—.

El técnico anuncia a su vez que se ha terminado la película para poder seguir filmando. Sin duda nos situamos en un momento crítico del rodaje de una película, tal y como ocurrió en el film “truffautiano”. Pero reitero, aquí con el absurdo fatalismo material de los halos de la post-modernidad. Sencillamente se han quedado sin celuloide. Y además Gordon (Allen Garfield), el productor norteamericano —un auténtico ‹macguffin›—, ha desaparecido del set de filmación en Portugal donde se encuentran tratando de poner en pie un ‹remake› de un film yanqui apocalíptico —y premonitorio—, The Survivors.

El estado de las cosas, el proyecto en la ficción y el film que reivindicamos hoy de Wenders, se erige así como un ensayo audiovisual sobre la manera de entender el cine del cineasta alemán y las consecuentes problemáticas que implica en relación con la industria. Por aquellos tiempos Wenders ya había firmado algunas de sus obras emblemáticas, Alicia en las ciudades (1974), El amigo americano (1977), o aquel artefacto audiovisual bizarro, inclasificable y cuasi-necrófilo sobre los últimos días de otro de los creadores de mi corazón cinéfilo, Nicholas Ray, Relámpago sobre el agua (1980). Ya había ido mostrando al respetable cuáles eran las señas de identidad de su impronta cinematográfica. Un chaval nacido en la que se iba a convertir en la Alemania occidental unos días después de terminar por fin la Segunda Guerra Mundial, y criado en el ambiente pro-americano de la ocupación durante el periodo álgido de la Guerra Fría, devino en un creador casi siempre dicotómico entre su Europa natal y la soñada quimera de las barras y estrellas. Considero que no hay más que mirar hacia las desventuras del fotógrafo Alex y la pequeña Alice entre Nueva York y Ámsterdam, o recordar al Tom Ripley de Dennis Hopper que embaucará al Jonathan Zimmermann del futuro ángel Bruno Ganz en el ‹noir› “highsmithiano” —en el que, por cierto, ya había dado cabida a Ray—, o conmoverse con su entrega al genio norteamericano moribundo, para acreditar la mescolanza emocional y cultural que impregna su mirada. Y desde luego esta constante se mantendrá a lo largo de su trayectoria futura, con ese punto culminante que anida en el alma cinéfila de tanta gente, Paris, Texas (1984), que este año que comenzamos cumplirá cuarenta años.

Desde esta perspectiva, la reflexión de Wenders sobre el mismo hecho cinematográfico está plagada de referencias a su personal pasión cinéfila. En el título del libro que Friedrich le presta a esa mujer —quizá la ‹script›—, que parece una precursora de sus ángeles sobre el cielo de Berlín, The Searchers —y lo volveremos a ver al oro lado del charco—, en las sillas de rodaje con su nombre y el de Joe impresos al más puro estilo del Hollywood clásico, o en la misma participación actoral de Fuller, que en un pasaje memorable, de camino al aeropuerto que lo va a devolver a los “States” hasta nueva orden, reivindica la mayor verosimilitud del blanco y negro «La vida es en color, pero el blanco y negro es más realista» —porque, advierto, y esta es una cuestión crucial, este film resplandece en una maravillosa fotografía en blanco y negro de Henri Alekan—.

Por descontado, también abunda la introspección psicológica, ese interés por el fenómeno vital que siempre impregna el discurso cinematográfico del creador alemán. En este apartado, entre los pequeños instantes robados a la intimidad familiar de la mujer del director, Anna, una escritora frustrada, y de sus hijas, o a la soledad acuosa de su actor protagonista, o a la compulsividad al violín de la actriz que le da la réplica, o al sueño angustiado del propio Friedrich, dormitando agazapado a un retrato que recuerda a las pinturas negras de Goya, asistimos a una secuencia maravillosa, cuando el capitán del barco a la deriva decide dirigirse a su equipo para ofrecerles una explicación, y termina filosofando sobre el sentido del relato cinematográfico. En un dinámico juego de planos y contraplanos a rebosar de expresividad y humor negro que atrapan el sentir de cada uno de sus colaboradores, Friedrich se pierde en un maremágnum de disquisiciones que termina como sigue, «Es ficción. La autoridad es magnífica, y al momento es como Pasión de los fuertes» —otra vez, John Ford, ahora con su mítico duelo en el O.K. Corral—. Y prosigue «Las historias solo existen en las historias. Mientras la vida continua sin volverse una historia». Tampoco puedo dejar de mencionar la divertidísima perorata del asistente de dirección, Robert, sobre su problemática adolescencia en California, con estrabismo, dermatitis masivas y hasta un cáncer, que desmitifica el tan cacareado ‹American dream›, o el siniestro —casi onírico— pasaje en el que el intérprete le muestra al director el interior del cerebro del productor fugado en un reproductor analógico.

Arribados a este punto narrativo, la desesperación de la pandilla alcanza su máxima tensión, y nuestro director decide trasladarse a Los Ángeles para localizar al tantas veces mencionado Gordon, para asegurarse de que la película se podrá terminar. Allí, la inhóspita urbe americana, filmada por Wenders siempre desde arriba en planos amplios y cenitales donde los protagonistas son los coches en movimiento por las carreteras, se erige en la exacta plasmación metafórica del estado de las cosas. El forastero conseguirá contactar con el abogado de Gordon, en la piel de Roger Corman, que le confirmará los graves aprietos financieros en los que se encuentra su cliente. Y en un viraje violento hacia una suerte de ‹noir› ochentero, viviremos las últimas peripecias en caravana de los dos asociados en un film que nunca se va a terminar. Solo diré que el norteamericano terminará lamentándose por la obsesión del alemán por la filmación en blanco y negro, y que el último plano del film de Wenders morderá el asfalto en la perpendicularidad de una cámara abatida en el suelo que no le ha servido a Friedrich para salvarse.

Toda una declaración de intenciones sobre cuál es el estado de las cosas.

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