Es inevitable ver Wildland con ecos de Animal Kingdom en la mente. Al fin y al cabo, estamos ante una traslación geográfica y de género de una historia similar. No obstante, hay algunas diferencias, esencialmente de tono, que dotan al filme de Jeanette Nordahl, en su debut cinematográfico, de matices que la diferencian sustancialmente de la cinta australiana.
Fundamentalmente, se trata de hacer la violencia una excusa para analizar sus efectos devastadores en forma de estudio psicológico de personajes. Así pues, no estamos ante un film que se recree en la brutalidad de la exposición, sino que aquí la violencia funciona en pequeñas píldoras y en una exposición lateral más preocupada en la generación de una atmósfera amenazante. No se trata tanto de la bestialidad ‹per se› sino de cómo afecta a aquellos que han hecho de ella su ‹modus vivendi›.
A partir de aquí, se ponen sobre el tapete al respecto de la ética del silencio que convierte a la familia en una especie de mafia presa de la omertá, de lealtades mal entendidas y de cómo los lazos de sangre convierten el amor en un presidio y en casi una vía donde cualquier cosa está perfectamente justificada. Por otro lado, también se incide, y no es cuestión baladí, en poner en tela de juicio la cuestión del matriarcado. Que el mando de la familia esté en manos de una mujer no deja de ser polémico en cuanto consigue hacer un alegato feminista inverso, es decir, igualando hombres y mujeres por su capacidad de generar actos de crueldad y dominio.
No podemos decir que esta inmersión en la pérdida de la inocencia juvenil, de corrupción violenta y de subversión de los valores familiares, no esté exenta de interés. Sin embargo, se echa de menos un tratamiento que vaya algo más allá de la frialdad, de la distancia en el plano y del fuera de campo en lo violento. Al final, todo ello otorga al filme un aire de frialdad que no tiene tanto que ver con la precisión desapasionada en el análisis sino con una idea cercana a la fórmula que se acerca peligrosamente a la falta de atrevimiento.
Ya no se trata tanto de ser más explícito sino de precisar más un dibujo que en ocasiones cae en un cliché simplista y en otras se presenta sobredibujando a los personajes en función del interés que la directora decide (un tanto arbitrariamente) otorgarles. Algo que no tiene tanto que ver con su “protagonismo” (entendido como minutos de metraje) como con la necesidad real de dichos personajes para la trama.
La sensación final que nos queda es la de estar ante una película cuya potencia formal y argumental está ahí, agazapada, esperando a estallar como los actos violentos que se nos muestran. Una cinta que merecería algo más de osadía y no quedar tan sepultada por decisiones que, a la hora de la verdad, siempre optan por la comodidad y la convención en nombre de una observación que quiere ser incisiva y no pasa de superficial.