Cuando uno ve una película de Todd Solondz espera una serie de cosas, fundamentalmente que sea azote de herejes, que arroje vitriolo desde una cierta cotidianidad esperpéntica y, sobre todo, que asistamos a un descenso a la mugre y a las miserias sociales sin solución de continuidad, sin piedad ni ternura alguna. Con estas esperanzas se afronta Wiener-Dog, pero también con algo de aprensión a la posible domesticación visual y argumental del director americano.
Si bien las expectativas no quedan defraudadas del todo, esta historia fragmentada en capítulos queda como una especie de catálogo de intenciones no del todo exitosas. A través de las sucesivas adopciones de un perro salchicha nos adentramos como es habitual en el patio trasero de esa América suburbial donde las sonrisas son de anuncio de dentífrico pero solo ocultan una vida desgraciada.
A fin de cuentas las peripecias del perro, sus vicisitudes, parecen actuar no tanto como espejo sino como receptáculo donde volcar todas las frustraciones de sus “padres” adoptivos. La muerte y la falta de empatía rodean al animal siendo éste una especie de símbolo, de clavo ardiendo donde los sucesivos personajes intentan sin éxito tomarlo como fuente de esperanza, buscando no solo una vía de escape para la tristeza sino también un retorno en forma de cariño que nunca llega.
Y es que al final ese espejo canino no consigue devolver nunca lo esperado, sino más bien expone de forma aumentada todas las problemáticas que suceden a su alrededor. Sí, el perro, a pesar de su apariencia de ente pasivo no es más que el portador de una verdad estática, la de sus amos, frente a una verdad dinámica que no es más que la imagen que pretenden ofrecer al mundo exterior.
Solondz firma todo ello con su habitual ironía formal al exponer todo este infierno de infelicidad de la forma más luminosa y apacible posible. Solo en los rescoldos del plano siempre se atisban esas pequeñas manchas, sean en forma de vómito en un suelo impecable o de decoración sobrecargadamente kitsch de los espacios habitables, que apuntan a la imperfección, en vano ocultada, de esa presunta felicidad. Sí, hay sutileza en la forma pero dureza en el fondo del discurso pero sin embargo…
La sensación final que ofrece Wiener-Dog es de ‹déjà vu› fílmico, de fórmula agotada. No es que Solondz incida por enésima vez en sus temas de siempre sino que el desarrollo formal para ello se antoja poco arriesgado, casi rutinario. Estamos lejos del arrojo, por ejemplo de Palíndromos o de la mala leche sin filtro de Happiness. Aquí todo parece un quiero y no puedo, un punto medio que no es producto de la contención sino más bien del aburrimiento. No ayuda desde luego la irregularidad del entramado de sus capítulos que, más allá de la correa de transmisión ofrecida por el perro, nunca acaban de engarzarse con un discurso coherente entre ellos. Solondz pues satisface a medias, ofreciendo aquellas temáticas esperadas en su cine pero a un medio gas alarmante, como si Wiener-Dog fuera una de esas frustrantes masturbaciones que dejan un poso amargo después de un placer efímero.