Un anuncio de pasta de dientes, una pegadiza canción y una inocente niñita bailando al son de la música. Toda una declaración de intenciones para uno de los cineastas más enajenados, anárquicos y pop del cine nipón actual. Y es que sin ese pequeño prólogo no se entendería como Sono enarbola uno de sus films más románticos hasta ahora. No un romanticismo malentendido que pudiera derivar en sensiblería o un tono más blando que jamás encajaría en el estilo de un Sion Sono que, tarde o temprano, va a deleitar al espectador con su habitual recital vísceras, arrebatado humor y sobreactuaciones a la carta, sino más bien en una mirada cuasi identificativa hacía ese grupo de locos enamorados del cine llamados Fuck Bombers, e incluso hacía la cuasi caprichosa y maltrecha carrera de esa hija del jefe de uno de los grandes clanes Yakuza de la ciudad.
De todos modos y lejos de lo que pudiera parecer, Sono elude el rancio autoguiño, pues en ningún momento se infiere que el autor de Cold Fish esté trazando algo similar a un reflejo, prefiriendo centrarse más en las peripecias de ese entusiasta grupo de estudiantes sin demasiados recursos que suplen ese factor con un irremediable y enfermizo amor por el cine. Quizá en ese punto sea donde Why Don’t You Play in Hell? se acerque más a la figura de Sono, que más de uno imagina como un auténtico chalado del cinematógrafo y, aun así, es difícil enlazar su nuevo trabajo de algún modo con el propio responsable de todo esto, quizá porque el nipón se despoja de todo atavío y sigue la senda característica que ha marcado su cine en los últimos años, con ese habitual sentido del humor y ese uso de la violencia tan «cartoonesco», quizá porque simplemente la quiera llevar a su terreno y olvide de raíz algunas de las motivaciones centrales del film.
Así, su presentación de personajes resulta óptima, con algunos encuentros fortuitos que marcarán el devenir de la obra, y mucha enajenación marca de la casa (especial mención al encuentro entre esa niñita y el yakuza que más tarde emergerá como líder de su clan, o a esa madre totalmente fuera de sí persiguiendo a un miembro de la yakuza rival). Si hubiese que buscar algún pero a ese buen arranque, es el pequeño bache narrativo que posee la obra justo tras una elipsis de 10 años, en la que Sono nos sitúa de nuevo tras esos personajes que dejó al borde del delirio años atrás, y ante los que no consigue reconstituir un relato que tardará un poco en alzar el vuelo. No obstante, el trayecto habrá merecido la pena, y es que el último tercio de Why Don’t You Play in Hell? es lo que todo fan de este loco nipón podría pedir, aderezado además con una visión pura de la concepción cinematográfica, donde lo importante reside en poder rodar cine, bajo cualquier circunstancia.
Es probable que Why Don’t You Play in Hell? no vaya a ser considerada una de las mejores películas de Sono, ni siquiera un trabajo interesante por parte del asiático, pero lo cierto es que servidor cree que quizá se está empezando a encasillar un pelín al autor de Love Exposure, y si no mantiene un ritmo o constantes durante todo el metraje, ha fracasado. No obstante, esta rabiosa y desbocada carta de amor posee el punto de madurez necesario como para lograr que los objetivos marcados lleguen a buen puerto, y Sono acierta especialmente con una conclusión bellísima, en la que desnuda su obra en su totalidad, primero en la ensoñación de un auténtico loco, y más tarde en una de las mejores conclusiones de metacine que servidor haya tenido el placer de ver, logrando que esa fascinación que tantos cineastas han recogido con melancolía y pasión, quede reflejada bajo el particular prisma de un autor que demuestra no necesitar acercarse a las constantes de siempre para reflejar la magia del cine como nunca.
Larga vida a la nueva carne.