White Building es más que el edificio del título. White Building no deja de ser al final un estado de ánimo, una metáfora tan aparente como contundente sobre una era que se acaba (y no tanto sobre una nueva que empieza). Pudiera parecer y, en parte así es, que el film de Kavich Neang se posiciona como suerte de cine social contra el capitalismo inmobiliario (y general) depredador a través de unas preguntas simples: ¿Por cuánto venderías tu casa? ¿Cuál es el precio justo por abandonar tus raíces, tu comunidad?
La respuesta no está en el número, ni siquiera en la discusión al respecto. La respuesta se halla en la decrepitud del edificio, en la ruina constante, en la desaparición de ese blanco símbolo de una cierta inocencia, de una cierta idea de solidaridad, de comunidad familiar. Por ello no estamos tanto ante una denuncia sino ante una constatación de que el capitalismo agrede hasta en lo más íntimo y, por ello, en realidad, estamos ante un film que podría ser un tratado sobre la tristeza, sobre la desolación, la soledad y la pérdida.
No se trata de las cosas, de los espacios, se trata de los recuerdos asociados a ellos, a las compañías, a los momentos. Por ello precisamente Neang filma desde la pausa y la elipsis capturando instantes de un proceso imparable. Un drama que no necesita de pornografía sentimental y sí una combinación de una suerte de resistencia zen del plano, de poética de la oposición, como ese dedo mal curado que se resiste a ser amputado simbolizando una tenacidad resiliente a pesar de su inutilidad práctica.
Este es un film que queda muy lejos de las diatribas mitineras del cine social europeo. Estamos ante una combinación entre una espiritualidad no conformista, que proyecta la tradición como esperanza futura (sin romantizarla) y un apego a las cosas pequeñas. Cosas entendidas a la manera de vínculos físicos a los que asirse a una niñez, a unos recuerdos bonitos. No se trata de nostalgia sino más bien, como diría el filosofo coreano Byung-Chul Han en su libro No-cosas, «Las cosas son polos de reposo de la vida a las que se accede por medio de las manos». Algo que no deja de tener su paradójica respuesta en el film al ser uno de sus protagonistas escultor.
White Building es una película sin duda triste, cierto, pero más en su exposición que en el traslado mismo del sentimiento. En el fondo, Neang muestra una verdad y nos invita a reflexionar sobre ella desde la serenidad, ofreciendo soluciones sin considerarlas fórmulas absolutas de éxito. Una película, en definitiva, que se construye desde una humildad que huye del ataque autoral tanto en su fondo como en una forma que renuncia al plano agónico en favor de la secuencia reposada. O sea, una película que desde la asfixia y la presión de la renuncia permite respirar y, en cierto modo, atisbar un mínimo de esperanza, de recuperación de una humanidad que se pierde entre dinero, promesas vacías y luces de neón.