Después de su jornada de trabajo en la librería, el soltero Bai Yi vuelve a su casa. En el patio del edificio se detiene ante la colada tendida en una de las casas y recoge ropa interior de la cuerda. Más tarde sacará esas prendas para olerlas, desnudo y masturbándose. Un día el treinteañero recibe una carta en su apartamento. Dentro del sobre, encuentra un disco compacto con un vídeo grabado que lo muestra sustrayendo la ropa en el patio. Más allá de los hurtos, comienza un descenso al abismo para el protagonista, lleno de ansiedad, culpa y la incomprensión de sus desconocidos vigilantes.
Desde la perspectiva occidental a veces es complicado encontrar las claves del cine oriental sin el apoyo de sinopsis, información de prensa o distribuidoras, o de páginas web que concretan aspectos insondables, aunque el mundo, allá y aquí, discurra globalizado. No se trata de los rasgos faciales propios de los habitantes de Taiwan, en esta película proyectada por festivales diversos como los de Taipei, Pusan o Singapur. Tampoco de las barreras socioculturales que desde Europa puedan resistirse a ser descifradas de manera directa. La extrañeza durante la proyección de White Ant se debe más a razones genéricas y formales que separan el estilo de la propuesta en varias direcciones.
White Ant —título occidentalizado desde el original taiwanés Bai yi— alude a una termita, esa hormiga blanca que sirve como acicate desde la frase publicitaria del film: «Lo que roe en secreto los devora a todos». Todo un acierto desde la promoción comercial del primer largo de ficción dirigido y escrito por el documentalista Chu Hsien-Jer. De sus trabajos anteriores se intuye la mirada realista —tal vez cotidiana— en cuanto a diálogos, situaciones y momentos de soledad, escenas carentes de elipsis en numerosas acciones de los personajes. Esa forma de observar la evolución mundana del protagonista, al mismo tiempo que el de la chica que lo graba y acosa. Sin embargo, ese tratamiento documental choca con la progresión dramática del elenco, tanto como en la puesta en escena. La mirada obsesionada de las vecinas por el joven fetichista da paso a planos en los que aparecen espejos físicos, en el propio atrezo, otras veces de cristales que reflejan la imagen de cada una y uno de ellos. Y esos reflejos distorsionan aún más la personalidad de los compañeros y los adversarios. Nadie escapa de sus propios fantasmas en las conversaciones de grupos o en el desconcierto creciente de un protagonista destinado a la locura.
La mezcla en cuanto a los géneros salta de un inicio demasiado neorrealista, hasta concluir en un melodrama cercano al serial. Kang Ren Wu como Bai y su enemiga Tang, encarnada por Aviis Zhong se dejan la piel con dos interpretaciones que los vacían emocionalmente, quizás del mismo modo que al público, superados todos por una entrega desmedida —física y sentimental— por parte de los actores. Más allá de la extenuación que marcan sus apariciones, habría que dudar de la clemencia de un director capaz de pedir ese salto emocional sin red a su reparto. Aunque recogido el mensaje final de White Ant, el fin sí redima los medios para lograrlo. Porque tarde o temprano nos daremos cuenta que las imágenes que nos devuelven los espejos no son distintas a nuestros propios reflejos. Si desde la butaca somos capaces de juzgar ese fetichismo incomprensible —pero no vejatorio— de una forma objetiva, una perversión originada por un trauma infantil del protagonista, entonces tampoco podremos condenar a Tang en su papel inquisidor.
Puede que los interludios marcados por las escenas submarinas en las que la chica se sumerge en el mar para bucear, por su aspecto visual y sonoro, sean un flotador estético al principio, para emborronarse con sensaciones oníricas y llegar hasta la pesadilla casi asfixiante en el último tercio. Pero son momentos como los pasadizos que muerde la termita, con lentitud inicial para romper la base que se sustenta bajo nuestra propia experiencia, continuando con fuerza al empujarnos a esa trampa en la que participamos como jueces injustos que fuimos, después de la primera impresión. Hasta que llegamos a empatizar con uno y otra, prestos a caer en el mismo abismo.