En los tiempos que estamos viviendo, y por increíble que parezca, el discurso del odio o directamente los movimientos fascistas y neonazis están en ascenso. Miedo, racismo, ataque a lo diferente. Y todo en nombre de una presunta libertad y de una agenda globalista que solo existe en su mente. Por ello siempre (aunque sea lamentable haber llegado a este punto) hay que dar la bienvenida a todo aquello que se proponga combatir esta clase de mensaje.
El problema es que, más allá de la didáctica y de la exposición, muchas veces se pretende contrarrestar el odio con un discurso que se va al otro extremo, a la sobredimensión de la bondad, dibujando un cuadro que rezuma tanto azúcar y tanto tópico que no deja de ser una versión igualmente esquemática y sin matices de lo que se podría considerar necesario y óptimo para la convivencia social.
Where is Anne Frank? de Ari Folman cae precisamente en esto mismo, por la vía del reduccionismo, prescindiendo de cualquier complejidad o matiz en favor de un despliegue que articule un film donde lo importante no es tanto la historia de Anna Frank como la de establecer un paralelismo entre el nazismo y las políticas migratorias actuales. Algo que no solo supone un auténtico circo de lo obvio sino que de alguna manera banaliza tanto una historia como otra.
Sobre todo cuando lo planteado consiste en pergeñar una trama mínima, ridícula, basada en el auténtico festival del tópico buenista y convierte el legado de una verdadera resistente al nazismo en una especie de celebración multicultural al que solo le faltan palabras como “sinergias”, “transversalidad” y “dinámicas de conocimiento” cuando la realidad es que la palabra que mejor se ajusta sería la de “tramochazo ideológico”.
Más que una reivindicación histórica o un alegato en favor de la paz y la tolerancia Where is Anne Frank? parece un comercial de ONG en plena captación de socios al que solo le falta la cara de algún actor famoso (aunque de hecho está por ahí Clark Gable) pidiendo una donación con cara de pena. Eso es, en definitiva lo más lamentable del film, adoptar esa tendencia generalizada que para combatir el mal hay que tirar de unicornios, flores, guitarritas melosas y un buenismo que finalmente resulta contraproducente. Si se combate el mal con colorines lo más probable es que historias como la de Anna Frank no solo se eviten sino que se repitan.
Puede que, como se comenta (hasta el agotamiento) durante todo el metraje, Anna Frank está en todos lados, que su historia y su mensaje pervive en cualquier lugar trascendiendo las páginas del diario. Puede que esto sea cierto, pero lo que no hay ninguna duda es que la contribución del film de Ari Folman va más en la línea de la devaluación por la vía del abaratamiento ideológico y un sentimentalismo rayano en lo rancio. Un ejemplo doloroso de panfleto que no aporta casi nada en la visual y horroriza en su despliegue meloso de azúcar moreno.