La exploración de la otredad como el propio reflejo, deformado, salvaje, centró gran parte de las temáticas del cine del New Hollywood, con la guerra de Vietnam en primer o segundo plano —de El cazador de Cimino al Apocalypse Now de Coppola, pasando por Taxi Driver de Scorsese y Schrader-. Una tesis común entre toda una generación de cineastas que, desde lo estético, abrían las puertas de la ciudad de las estrellas a la modernidad cinematográfica, ya prácticamente extendida por el resto del mundo. Una renovación que toma el conflicto vietnamita como eje alrededor del cual construir sus pesadillas acerca del presente de la sociedad norteamericana, pero cuyos arquetipos, espacios y demás tropos pertenecen al género cinematográfico «cuyos orígenes se confunden prácticamente con los del cine», como señala Bazin en su capítulo dedicado al western, dentro de su libro ¿Qué es el cine?.
El artículo, probablemente, más relevante a este respecto sea el que Stuart Byron escribe para The New York Magazine, en el que analiza pormenorizadamente cuál es la película que, siendo un ‹opus magnum› del clasicismo, contiene el germen que, a partir de finales de los años 70, sería el epicentro ideológico del cine americano. Byron cita a Hemingway «Toda la literatura americana moderna viene de un libro de Mark Twain, Huckleberry Finn», y añade «y yo creo que en el mismo sentido puede decirse que todo el cine americano reciente deriva de Centauros del desierto de John Ford». La vigencia de este estudio puede rastrearse hasta dos películas estrenadas el pasado año, como son Z. La ciudad perdida de James Gray y Silencio de —nuevamente— Martin Scorsese, pues volvían a plantear sus argumentos desde la dicotomía entre lo civilizado y lo salvaje, lo familiar y lo ajeno, lo Uno y lo Otro.
En su tercer largometraje, Valeska Grisebach se apropia de los mecanismos del género que da título al filme, esbozando un posible western que nunca llega a concretarse, centrándose en el conflicto de un obrero alemán en la Europa actual.
La directora y guionista concibe a su protagonista, Meinhard (Meinhard Neumann), como un forajido, destinado a trabajar en una zona fronteriza de Bulgaria, que encuentra su identidad en ese pueblo, desterritorializado, en el que puede construir una imagen distinta a la que sus compañeros conocen. Con una clara diferencia de edad, evidente en las arrugas que cruzan su rostro, es un hombre callado, retraído e inexperto para unos, pero decide presentarse como un ex-legionario con un pasado algo turbio. A partir de esa confraternización con los nativos, Grisebach decide subjetivar el relato a través de su personaje. La cámara sigue sus gestos, su cuerpo fibroso, espigado, expuesto al sol en sus idas y venidas entre el campamento alemán y la aldea búlgara, a lomos de un precioso caballo blanco, que evoca su condición de errante. También retrata el paisaje, con el pueblo siempre como punto de fuga, como un no-lugar estéril y abandonado.
No todos los aldeanos reciben a Meinhard con las manos abiertas. «En un pueblo siempre pasan cosas», le avisa Adrian, una suerte de jefe tribal que vela —por encima de todo— por el bienestar de su pueblo, después de recibir una paliza. Grisebach no es categórica en su condena de la sociedad tardocapitalista como seno de precariedades ni pretende construir un mundo ideal en esa aldea aislada en sí misma, sino que redefine el concepto de extranjería en la liquidez de la contemporaneidad; todos lo somos —o quizá ninguno—.