We’re All Going to the World’s Fair es un caso cuando menos curioso dentro del panorama de lo que podríamos denominar cine de género. Una película que pivota entre apariencias, entre lo que se supone que es y lo que realmente hay detrás. El propio formato propuesto por la debutante Jane Schoenbrun nos remite de inmediato a ese cine pandémico del que, por ejemplo Host, es una muestra palmaria. Cine de terror en soledad, con la única compañía de los dispositivos ‹online›, y los seguidores y ‹viewers› al otro lado.
No obstante, la pandemia no existe en el film. Y a pesar de lo reducido de los espacios donde transcurre, se mueve más en el terreno de los efectos del encierro, no tanto en un lugar, como en uno mismo. En el ensimismamiento de la no-relación, de la adopción de familias virtuales que son de difícil comprobación pero que asumimos casi como identidades reales, físicas. Para ello Schoenbrun hace uso del fenómeno “creepypasta” pero llevándolo un paso más allá del terror propio que genera. Lo que da miedo en la película no es el juego propuesto, esa feria desconocida y misteriosa, sino las narrativas ‹online› que produce. No es tanto lo que puede hacerte el juego como las influencias que ofrece, casi como una infección vírica. La soledad y la inseguridad pues se curan a través de “compartir” experiencias sin importar si realmente son auténticas o no. Con ello se genera un efecto espejo donde está lo que se produce a un lado de la pantalla y cómo el receptor puede acabar siendo víctima y a la vez acosador consumido por una obsesión que no implica tanto el contenido como la necesidad de compañía.
Y es que mas allá del flirteo con el género, evidente por otro lado, We’re All Going to the World’s Fair es una película que explora la tristeza de forma implacable, reproduciendo dudas aquí y allá sobre intenciones, mentiras y realidades de los personajes. Una mezcla donde, a pesar de ser un film muy táctil en su textura, conviven diversos planos de la existencia, diversos enigmas sin resolver y donde se confunde lo onírico, lo real y lo que es meramente contenido para deleite de los seguidores del producto ‹online›.
Cierto es que el planteamiento es más que interesante y funciona perfectamente durante la primera parte del metraje. Luego quizás entra en una iteración que, si bien puede ser una muestra de lo que es la rutina en soledad, acaba por hacerse reiterativa. Algo que finalmente se soluciona con un desenlace no solo coherente sino que abre el abanico de interrogantes y, lo más importante, de reflexiones al respecto no solo de lo visto sino de su repercusión en el mundo real. La conclusión es que, a nivel puramente formal, quizás estamos ante una obra que hubiera resultado más compacta en un formato de mediometraje, sin embargo ofrece suficientes alicientes temáticos y riesgos en su formato multidisciplinar como para resultar una película más que apreciable y que merece prestar atención a lo que su directora nos pueda ofrecer en el futuro.