El lado oscuro de internet, esas leyendas urbanas del siglo XXI llamadas ‹creepypastas› y el reverso menos amable e introspectivo de los rostros populares de la red de redes son los temas bajo los que se carbura We’re All Going to the World’s Fair, el debut en el largo de ficción de Jane Schoenbrun, cineasta alabada por David Lowery (A Ghost Story, The Green Knight) y cuyo nombre viene sonando muy fuerte dentro de la nueva generación del indie norteamericano. El fenómeno de los citados ‹creepypasta› supone uno de los rincones más oscuros de internet, esas historias cortas de temática terrorífica donde la transmisión por tradición oral es sustituida por la inmediatez de las redes virtuales, y donde los límites entre ficción y realidad son bastante ambiguos. A través de este concepto Schoenbrun dibuja al personaje principal, víctima del aislamiento propio del infatigable consumidor de internet, una joven llamada Casey (la debutante Anna Cobb) bajo la que iremos descubriendo las fauces más oscuras e inquietantes de la (contra)cultura menos conocida de la comunicación digital.
Casey, consumidora habitual de las redes y sus infiernos más perversos, acepta el reto viral que está captando la atención de la generación salida de la más famosa plataforma de vídeos de la red; “el desafío de la feria mundial” invita a cada uno de sus participantes a hacerse una serie de heridas punzantes en un dedo, visionar un lisérgico vídeo de luces y a continuación compartir los posibles síntomas que se pudieran sentir. Casey no acaba de estar del todo convencida de los posibles efectos de la autolesión infringida como inicio del reto (desafíos virales, de dudoso sentido común, que en cualquier red social están a la orden del día), por lo que se sumerge a través de las supuestas reacciones de otros usuarios: una navegación a través de la alienación propia salida de la pantalla del ordenador, donde visionará, entre otras hilaridades, las reacciones de una joven que cree que el reto la ha transformado en un amasijo de plástico. Schoenbrun adopta en el primer tramo de la película un viaje junto a Casey a través de esos recovecos de internet inexplorados por el usuario medio, utilizando una narrativa muy sosegada, cuasi contemplativa, pero con una progresiva crudeza intrínseca.
En su retrato de la idiosincrasia de la adolescente, poniendo el foco en el abandono y la soledad buscada, la personalidad de Casey se tornará en una gradual perversidad psicológica a medida que su inestabilidad se anexe de manera directa a su consumo de vídeos relacionados con el reto viral en el que ha participado; alejándose del gag, o el chiste que cualquier persona pudiera realizar de este tipo de propuestas virales, la cinta prefiere conectarse con el lenguaje del terror para construir una película de género, asimilando esta condición para edificar la alienación colectiva que surge de esta (contra)cultura de internet, que Schoenbrun esculpe como algo perverso y de poso siniestro. Los peligros del anonimato de internet también salen a la luz cuando los vídeos de Casey, en su progresiva caída a los infiernos virtuales de la feria mundial, llaman la atención de un usuario que parece esconder oscuras intenciones hacia el alter ego virtual de la joven. Con la inclusión de este personaje (y que Schoenbrun dijo basarse en experiencias personales dentro de este tipo de comunidades), We’re All Going to the World’s Fair derrumba las barreras entre la coraza que el soporte digital ofrece a sus usuarios con una realidad mucho más decadente, bajo una lectura de subtexto que inspira claras sensaciones de incomodidad.
Con una personalidad fílmica turbia y con ansias de exploración claustrofóbica al espacio interior (cubículo de soporte de los llamados ‹streamers›, aunque no obviando escasas indagaciones al exterior), estamos ante una película que trata de tú a tú el lado menos cómodo de Internet, utilizando un lenguaje que prefiere una sumisión al género basada en cierta decrepitud formal, y no en el artificio expositivo de otras propuestas que han querido retratar el margen menos explícito de la red. En un tiempo de confinamientos, globalizaciones digitales y de sobreexposición, Schoenbrun traza un discurso de sutil crudeza con un dibujo de la nueva generación adolescente y los peligros que parecen asociar a las nuevas formas de entretenimiento: la reclusión, la exhibición desmesurada y un individualismo tan sólo abandonado por una sensación de aceptación global que, como en el desafío de la feria mundial, no ignora la auto lesión como método de admisión; una manera visual de escenificar el declive existencialista de las nuevas generaciones, donde We’re All Going to the World’s Fair pone la diana con unos planteamientos que pueden resultar aterradores.