Uno de los gags más recordados (y mira que los hay por centenares) de Los Simpson es aquel en el que Lisa Simpson, junto a los de su clase, cantan una bonita canción llamada “niños, futuro”. Un gag tan simple como tremendamente eficaz al retratar de forma irónica esa obviedad al respecto del simbolismo de los niños y el ciclo de la vida. Pero, ¿y si los niños decidieran no crecer, no querer formar parte de ese circo llamado adultez? Pues algo así es lo que el ínclito Benh Zeitllin, pergeñador de esa oda a la superficialidad filosófica que era Bestias del Sur Salvaje, nos quiere mostrar con Wendy.
Zeitllin vuelve pues a su territorio temático favorito, el del mundo visto a través de los ojos infantiles, o mejor dicho como él cree que los niños afrontan los retos del futuro. Sirviéndose libremente de Peter Pan, nos adentramos en una especie de viaje iniciático donde unos niños deciden no querer crecer. A través de esta experiencia descubrirán los conflictos de tal decisión, afrontaran traumas familiares y descubrirán valiosas lecciones de la vida o algo así.
Y sí lo especificamos de esta manera es porque Zeitllin nos ofrece, en su tónica habitual, una narración dispersa, digresiva y confusa. En realidad no parece importarle tanto lo que cuenta sino el cómo, dando por sentado que con su dominio de la poética en imágenes, nada desdeñable por otro lado, será suficiente para embelesar a la audiencia.
Dicho de otro modo, estamos ante un recital de inserción de belleza por la vía del embudo. Imágenes cautivadoras, música de subrayado constante (con sus crescendos para que no nos perdamos detalle de la emoción que se supone debemos sentir) y una machona voz en off con reflexiones que debemos entender como profundas y (otra vez) de una madurez que chirría teniendo en cuenta la edad de quien las profesa.
Zaitllin parece querer aspirar a ser Terrence Malick en cuanto a hacer de la imagen una fuerza narrativa eficaz, pero desdeña terriblemente que su funcionamiento es contradictorio con su abuso y más si no aplica algo tan básico como la necesidad del silencio como resorte para focalizar la atención en otros aspectos.
Como su anterior obra puso de manifiesto, estamos ante un director con graves problemas en su concepción autoral. Por un lado quiere reforzar el mensaje a base de ideas-fuerza visuales y por otro no se da cuenta que con semejante reiteración acaba creando un caos narrativo que hace que el relato pierda cualquier atisbo del interés que, a priori, pudiera haber tenido. Al final la sensación que queda es la de un film confuso, a ratos hiperbólico y a ratos desastrado. Cierto es que en ocasiones da con la tecla de la emoción pero casi parece más una consecuencia de un continuo juego de prueba y error que de una planificación consistente.
Wendy resulta pues un film impostura en cuanto lo que vemos no es la visión del mundo de un niño sino la visión que su director quiere que sea. Una película que sufre un profundo ataque de autoritis y cuyo resultado final es más un “poetweet” que la obra lírico metafórica que quería ser.