A primer vista We The Animals podría ser inscrita en esa corriente que parece querer indagar no solo en el ‹coming of age› como suerte de “qué duro es hacerse adulto” sino más bien en todo lo contrario, en mirar hacia ese mundo cercano de la madurez parental y querer rechazarla de plano. No por incapacidad de comprensión de las responsabilidades sino como detección de las mismas como ley mordaza de los instintos asalvajados y, por tanto, libres de códigos morales restrictivos de la infancia tardía.
La perspectiva desde la cual toma cuerpo el asunto transita entre el conflicto más crudo y una pátina de poesía visual de raíz Malickiana (de su última época cinematográfica). La idea no es tanto dulcificar el conflicto sino ponerle perspectiva, ensoñación y traslado de los pensamientos del protagonista tanto a través de la imagen como de la voz en off. Una idea que lejos de fructificar opera en sentido contrario al previsto no tanto por fracasar en el descubrimiento de su intención sino por su uso y abuso constante durante el metraje.
Más que un ‹coming of age› nos encontramos con un ‹age is coming›. Es decir, no hay el deseo y la incomprensión hacia un mundo adulto al que se quiere llegar con todas las contradicciones de la (pre) adolescencia. Aquí estamos en el terreno de la frustración vital a temprana edad, a la toma de consciencia de que lo adulto, lo maduro, lo civilizado es algo ajeno a la lógica, incomprensible e indeseable. No se trata pues de querer alcanzar el estatus y reconocimiento de individuo a través del acto adulto sino más bien huir de ello como de la peste.
La tocata y fuga se manifiesta en la solidaridad entre hermanos, en un frente común contra las vicisitudes diarias de la desestructuración familiar y laboral. El lumpen no se combate a través de la empatía y comprensión sino a través del salvajismo, del desacato en su versión más primaria, de un tres contra el mundo reflejado en un mantra repetido —‹body heat, body heat›— que representa tanto el abrazo fraternal como el fuego que alimenta las ganas de acabar con ese mundo circundante. Algo que se rompe, no obstante, a través del crecimiento inevitable de dos de los hermanos, de la hipersensibilidad del menor y el despertar de su orientación homosexual.
Lo que fundamentalmente no acaba de cuajar es que We The Animals no acaba nunca de decidirse al respecto de su tono. Juega constantemente con su ambivalencia que nos lleva desde lo cotidiano hasta lo fantástico, del costumbrismo del cine social a la exaltación de la metáfora por medios un tanto pretenciosos a la par que naífs. De alguna manera el film de Jeremiah Zagar nos recuerda demasiado a una obra de exploración de lo transitorio como era Beasts of the Southern Wild. Un catálogo de buenas intenciones e ideas ahogado por la pretenciosidad de la trascendencia y la poesía. Por ello estamos ante una obra que, sin desmerecer ciertas secuencias y/o planos de innegable belleza, no deja de sentirse incompleta y de alguna manera tan vacía como algunos de los actos de rebeldía mostrados.