La psicología del encierro ha sido habitualmente uno de esos ámbitos desde los que desarrollar un cine de género afín a esas vicisitudes lejanas al terror más gráfico o directo, en especial gracias a la naturaleza de unos personajes cuya mutabilidad en situaciones extremas suele arrojar resultados tan dispares como inusuales. We Need To Do Something parece dispuesta a indagar en esas sendas desde una perspectiva (la familiar) quizá menos común, pero asimismo capaz de aportar capas de una singular extrañeza al exponer un núcleo donde, lejos del conflicto interno, surgen vías para explorar la correlación entre semejantes relegando los roles impuestos a un segundo plano. No obstante, el debut de Sean King O’Grady —que toma como fundamento la novela homónima del joven escritor y guionista Max Booth III— no se explicita ni mucho menos a través de esa psicología de personajes que, aunque aporta pinceladas al relato, queda como algo secundario ante el carácter de los mismos, desde el que exponer una extravagancia que a partir de ese momento acompañará la narración, dinamitada en especial mediante las estrafalarias contribuciones de un Pat Healy (en el rol del cabeza de familia) desatado para la ocasión.
We Need To Do Something no funciona, pues, como filón para afrontar un horror psicológico que hubiese sido congruente para con la tesitura expuesta por el cineasta, sino más bien a modo de terrorífico mosaico diluido en dosis de comedia tan destartalada como esperpéntica. Así, las situaciones con las que nutre Sean King O’Grady la propuesta, sirven para alimentar una veta que huye de ese citado aspecto psicológico para indagar en la sugestión de una tensión definitoria, que si bien se inclina más por componer momentos que vayan dotando de corporeidad e intención a la crónica, desplaza la aparente naturaleza del relato. Todo ello queda complementado mediante esos ‹flashbacks› que añaden un nuevo elemento a la ecuación, y que pese a cortar la progresión narrativa en algún que otro instante —más allá de su valía como herramienta para relajar una en ocasiones tensa atmósfera—, aportan ingredientes desde los que matizar ese excéntrico cóctel en el que no parece haber mesura —escenificada, especialmente, en el desenfreno que aporta el personaje interpretado por el ya citado Pat Healy, que compone algunas de las secuencias más deliciosamente delirantes del conjunto—, estallando en un tercer acto demencial donde ya no parece haber vuelta atrás.
Con sus imperfecciones, We Need To Do Something supone un valioso debut, y es que lejos de jugar sobre terreno conocido, Sean King O’Grady apela a una falta de complejos que dota de una particular mirada al film, exponiendo el foco familiar como otro de tantos, donde los vínculos quedan desplazados en pos de un individualismo que termina dejando lo afectivo en un punto y aparte, incluso en las situaciones más cruentas. Hecho este que, por otro lado, pervive en la enajenación de unos personajes que barnizarán el relato de un absurdo cuyo anexo sólo se comprende ante la confusión de no conocer qué les espera en el exterior. Una respuesta que King O’Grady expone, pero que (con tenacidad) no concreta ante las posibilidades de un film cuya decisión es no decantar la forma de su horror, priorizando de ese modo un jugueteo que precisamente no depende ni bebe de esa forma, más bien explota sus medios a partir de la idiosincrasia de los personajes. Audaz, desinhibida y bizarra, We Need To Do Something termina siendo un salto al vacío que, guste más o menos, encuentra en el arrojo de su texto las cualidades necesarias como para hacer de esta tentativa independiente uno de esos ejercicios que no habría que dejar pasar.
Larga vida a la nueva carne.