We Haven’t Lost Our Way parece indicar, ya desde su título, el extraño periplo de dos personajes bien distintos pero aparentemente conectados: ambos desplazan una vocación en pos de metas que bien podrían alimentar una realidad ficcionada, una percepción de no-presente que los cineastas polacos Anka Sasnal y Wilhelm Sasnal desperdigan a lo largo de un film por momentos extraño, sustentado en un viaje que, como el propio recorrido suscitado por ambos realizadores, no sabemos si nos llevará a algún lugar en concreto. Esa sensación de indeterminación, que también encuentra su reflejo en cómo la propuesta es trabajada desde un aspecto formal donde la cohesión es desplazada en detrimento de una serie de viñetas que a ratos parecen suspendidas en una materialidad cuyo rumbo queda (in)definido por las constantes de un recorrido que se devanea en el misterioso mosaico perpetrado por los autores de The Sun, the Sun Blinded Me.
Las historias de un hombre que se encuentra más interesado en las obras caritativas que en atender a su propio trabajo, donde es criticado por sus compañeros e incluso sus alumnos no llegan a comprender los métodos de trabajo que emplea, y de una mujer que realiza labores de profesora y traductora y se encontrará, de repente, cuidando a una anciana, parecen negar así realidades que se complementan en el sentido de intentar encontrar un punto de fuga en espacios adyacentes, en los que sin embargo no se halla una concreción, más bien la válvula de escape necesaria para huir de aquello donde no parecen sentirse cómodos a raíz de lo que su entorno dicta, en especial Eryk. Con ese pretexto, el de confrontar un universo en cierto modo irreal, ilusorio, Anka y Wilhelm Saskal emplean toda una serie de herramientas para trasladar esa sensación de extrañeza: desde la ruptura de la cuarta pared, hasta la hetereogenización en la forma de filmar —que contempla momentos más semejantes a una docuficción y esmerados ‹travellings› que evocan un imaginario quimérico— e incluso lo abrupto de una narración cuyo desconcierto dota de una abstracción casi inevitable al conjunto, sirven para fijar una concepción material voluble e intermitente.
De todo ello deriva, sin lugar a dudas, lo que se podría calificar como una experiencia, como la inducción de un estado con todo lo que ello comporta, como esa inconsistencia que ya nace con el devenir de ambos personajes. No obstante, esa fijación de los cineastas por despojar de corporeidad al relato, deriva en la consecución de un ejercicio que, en la evocación de sus formas, no encuentra un reflejo desde el que suscitar las reacciones necesarias en el espectador. Así, We Haven’t Lost Our Way, pese a buscar misteriosos atavíos y bifurcaciones inusitadas, se termina sintiendo en todo momento presa de un artefacto fílmico tan consciente como pronunciado y quebradizo; algo que se encuentra por doble partida en su inestable narrativa, tan capaz de sorprender como de evocar una nada, un vacío, al que en ocasiones se siente demasiado aferrado el film, suscitando de ese modo la antítesis de lo que los directores parecen buscar, y relativizando la presunta libertad de una propuesta cuyos límites terminan siendo autoimpuestos en ese deliberado caos expositivo cuya torpe capacidad de sugestión dinamita sus posibilidades.
Larga vida a la nueva carne.