Bienvenidos a Mphopomeni, una localidad al este de Sudáfrica. Allí vive Siyabonga, un actor de teatro cuyo nombre —traducido del idioma zulú— tiene un significado de agradecimiento. Después de conseguir una pequeña cantidad de dinero viaja en taxi hasta Howick, otra ciudad ubicada a diez millas de la suya. Una vez allí, el joven consigue una entrevista con el director de un proyecto cinematográfico que se rodará en aquel país africano. De vuelta a casa, por esa razón, Siyabonga da las gracias a la vida, a sus amigos, también a su familia, cuando el sol cae al atardecer.
La primera película del debutante Joshua Magor tiene su origen en el encuentro que mantuvo con aquel intérprete, mientras buscaba el reparto necesario para otro film anterior. Este parece ser el punto de partida para la ópera prima del cineasta, un largometraje que se presenta como documental, aunque la forma y tratamiento se aproximan a los de un drama de ficción. Tal vez la coartada genérica resulte más afortunada según avanza el metraje, porque la conversación mantenida por el director con el protagonista, se traduce con una secuencia climática que aporta todo el sentido a una historia que hasta ese momento discurre con levedad, cimentada sobre un armazón narrativo anecdótico. Y ese es el truco de We Are Thankful porque bajo su apariencia de film independiente costumbrista, se halla una producción que trata el apartheid y la condición marginal de África con la capacidad evocadora del fuera de campo. El monólogo que recita el actor, delante de un director situado de espaldas a la cámara —que se coloca en la misma posición que los espectadores— es una escena que dura casi cinco minutos, el tiempo suficiente para relatarnos las condiciones infrahumanas del padre desaparecido de Siyabonga Majola, uno más de los nativos oprimidos durante la segunda mitad el siglo veinte en las minas explotadas por el Imperio británico. La secuencia es reforzada por un zoom suave, lento, que aproxima el primer plano del protagonista, capaz de dotar de cercanía sus recuerdos, sosteniendo con dignidad, emoción y expresividad el poder de un encuadre tan cerrado e íntimo.
La cinta, en definitiva, es un documental que surge por la imposibilidad de crear una ficción con los medios disponibles, una obra en la que los figurantes que merodean por el fondo del encuadre miran directamente a la cámara. Un film rodado por el propio Joshua como primer operador. Sin embargo la estructura se ordena con un planteamiento en el que se presenta a Siyabonga, a su grupo de teatro, las calles por las que deambula y sus costumbres. Una vez iniciado el relato, el conflicto resulta flojo para el gusto del cine comercial más domesticado, pero es esa sencillez de la lucha vital, de la esperanza que motiva al personaje, lo que consigue dar interés a una narración que resuena después de terminada, enriquecida por el punto de vista del autor que sigue a sus caracteres sin juzgarlos. Un retrato que sigue como una sombra al joven, muestra su relación con los habitantes de Mphopomeni, los amigos que viven de forma más rutinaria, sin plantearse mejoras.
La narración audiovisual está planificada como la de una ficción porque no utiliza mecanismos documentales como la voz descriptiva en off, tampoco los testimonios ni las imágenes de archivo. Es un relato directo, lineal, sin saltos temporales más allá de as elipsis, en el que se introducen elementos de comedia como son la secuencia en la que los amigos se comunican mediante un silbo que recuerda al propio de La Gomera, planos en los que se superponen subtítulos con los diálogos. También la escena en la que el chico sustituye al propietario de un quiosco al que ha pedido el periódico de unos días atrás. Las acciones se desarrollan en esos largos planos generales que dejan fluir la naturalidad de un grupo de personas que no son intérpretes profesionales. Incluso se permite el lujo de introducir una secuencia de matiz onírico con el muñeco de un bebé que flota por el río, tras caer desde una cascada.
Joshua Magor huye de manierismos autorales para implicarse en la realidad que rueda, sin ornamentos ni sátiras. Comparte una mirada justa a una población que vive como puede en este siglo veintiuno, rodeada por un entorno cuya exuberancia se percibe al fondo del paisaje. Un paraje de la naturaleza que se muestra en un gran plano general aéreo que magnifica la propuesta.