La trayectoria del estadounidense de origen chino Wayne Wang ha estado marcada por la alternancia entre un cine abiertamente comercial y otro de cariz independiente y alternativo. The Center of the World se sitúa, precisamente, entre A cualquier otro lugar (cinta mainstream que marcó el inicio de su etapa de decadencia a principios del siglo XXI) y Sucedió en Manhattan (comedia romántica al servicio de Hollywood en la que la personalidad de su director aparecía por primera vez completamente diluida). Es decir, nace en un momento de cierta incertidumbre creativa, en el que la presencia, en este caso como cofirmante de la historia sobre la que se levanta el guión escrito por Ellen Wong, de Paul Auster (artífice de los libretos de Blue in the Face y Smoke, dos de las obras más reputadas del cineasta), hace pensar en un retorno a las esencias, o en un movimiento estratégico orientado a salvaguardar el prestigio atesorado durante la década de los noventa reincidiendo en un cine que se quiere aún libre de injerencias industriales, honesto, arriesgado hasta donde le es posible, construido en torno a personajes complejos y realistas, y muy determinado tanto por su modesto aparato presupuestario como por su querencia por una atmósfera de gran intimidad, en la que la riqueza psicológica del relato pueda brillar con intensidad.
A la postre, podemos acordar que esta pretensión de mantenerse en la cresta de la ola del cine de autor, conservando ciertas pautas ya señaladas e incorporando otras menos comunes a su universo creativo (ausencia de humor, reparto reducido al mínimo, tono teatral, notable incidencia de lo sexual…), no resultó demasiado afortunada, sin que ello signifique que The Center of the World sea una película carente de interés. Al contrario: su reflexión en torno al afecto, el sexo y el amor en un paisaje global marcado por la paradójica soledad de unos individuos cada vez más profundamente conectados entre sí, así como integrados en una sociedad regida por necesidades y apetitos económicos inherentes al sistema capitalista sobre la que se sustenta, hacen de ella una película digna de mención. En la intersección entre estos dos elementos, el dinero y los sentimientos, es donde el filme de Wang busca encontrar su espacio para interrogarnos sobre nosotros mismos y sobre la realidad que nos rodea. La estancia, pactada bajo una serie de normas, de un multimillonario y una stripper en un hotel de Las Vegas durante un fin de semana, permite a su director hablar con cierta lucidez y penetración sobre espejismos sentimentales y sobre la imposibilidad de conjurar la verdad en una relación dominada por el simulacro.
En este sentido, Wang aborda, de forma premonitoria (la película es del año 2001, con el auge de las redes sociales aún por llegar) y con más o menos inteligencia, temas y preocupaciones que se explorarán de modo más concienzudo en ficciones posteriores de mayor peso crítico y artístico, como la desorientación emocional del individuo en la sociedad moderna que reflejaba Her, de Spike Jonze, o la incapacidad de superar cierta sensación de aislamiento, o simplemente de satisfacer determinados anhelos vinculados a nuestra forma de relacionarnos con los demás, que mostraba La red social, de David Fincher. Wang, menos volcado en el tema tecnológico en sí (aunque defina brillantemente el zeitgeist de nuestro tiempo en aquel plano que muestra al protagonista tumbado, solo y abatido, entre varios monitores de ordenador) que en la problemática del contacto humano cuando surge en un ecosistema marcado por la impostura y las apariencias, se queda quizás algo corto en el alcance de su propuesta, lastrada por un personaje no del todo bien definido (el de Carla Gugino), por algunas decisiones estéticas cuestionables (su concepción del erotismo se antoja trasnochada, por mucho que el uso de cámaras digitales intenta aportar texturas más inquietantes) y por un exceso de modestia. No obstante, consigue que la carga casi anecdótica de su historia adquiera resonancias poderosas y suscite incómodas preguntas en la cabeza del espectador, en gran medida gracias a la convicción con que afronta la empresa su pareja protagonista, un Peter Sarsgaard cercano y vulnerable, y una Molly Parker que sabe equilibrar misterio, sensualidad y frágil humanidad en su contradictorio y rico personaje.
Decíamos, pese al buen balance general de la película, que no podíamos considerarla del todo como un logro dentro de la filmografía de Wang. Esto es, más que nada, por la incapacidad de la misma para situar de nuevo a su director dentro del mapa de directores de prestigio. En el año de su estreno se la percibió como lo que es: una pieza de cámara que plantea ideas jugosas sobre el amor, las relaciones humanas y la difusa frontera que existe a veces entre lo real y lo ilusorio, pero que, en última instancia, no logra que estas ideas trasciendan o se conviertan en gran cine. Todo queda en un terreno intermedio, discreto aun con sus razonables virtudes. Para Wang, obviamente, no fue suficiente, y al año siguiente se abismó en producciones comerciales impersonales que parecían haber apagado su estrella definitivamente. Por suerte, con La princesa de Nebraska, Mil años de oración y Mientras ellas duermen, esta última de reciente estreno, parece que el autor de La caja china ha recuperado, si no la inspiración de antaño, sí al menos su inquietud por otro tipo de cine, más personal y minoritario. Tan personal y minoritario como en su momento fue The Center of the World, humilde entrada en su filmografía que merece la pena recuperar, pese a sus fallos y debilidades.