El principal problema de Watcher, por paradójico que pueda parecer, es que, en términos generales, poco se puede decir que sea estrictamente negativo. El film de Chloe Okuno juega en territorios perfectamente definidos, estrictamente mantenidos de forma coherente durante todo el metraje y, por tanto, plantea un juego donde las reglas son respetadas de forma impecable respecto a la idea propuesta. ¿Cuál es el problema entonces? Que estamos ante un juego ya conocido y, que la renuncia a la exploración de sus límites acaba por convertirlo en un ejercicio más cercano a la rutina que a la generación del impacto emocional esperado.
No deja de tener su “gracia”, por decirlo de alguna manera, que su protagonista, Maika Monroe, vuelva ser presa de la persecución por parte de un ente invisible o, como mínimo, no mostrado con claridad. Nada sobrenatural, sin embargo. En este caso se trata más de una exploración de la soledad. El aislamiento no solo en una tierra extranjera, sino incluso en el territorio de la incomprensión, de aquellos que se supone que deberían estar a tu lado.
Estamos por tanto ante una película que se mueve en el plano de lo atmosférico, de la desnudez simbólica en la puesta escena y en lo ominoso del plano, por inocente o intrascendente que este pueda parecer. Una película no tanto de terror como sobre el terror y de cómo este puede aparecer en cualquier recoveco de cotidianidad, como puede surgir ante la experiencia de una vida y un lugar nuevo. En ese sentido, no cabe duda de que el tempo empleado es el correcto, dejando espacio para crear esa sensación de amenaza permanente y de lenta pérdida de control y cordura.
No obstante, y tal y como anunciábamos al inicio del texto, hay algo tremendamente rutinario en Watcher. Algo así como estar presenciando un manual de instrucciones de género con un desarrollo que sigue al pie de la letra todos los tropos de lo que podríamos denominar terror psicológico pero que nunca ahonda más allá de cierta superficie. Como si con unas intenciones bien plasmadas ya hubiera suficiente y no se quisiera ir más allá hacia terrenos inexplorados y, por qué no decirlo, más incomodos si cabe. Ya desde el propio título, referenciando una vigilancia (o incluso un ‹voyeurismo›), no se juega nunca con las expectativas, con la posibilidad de un giro que pusiera en duda lo visto. En su lugar todo queda demasiado claro, demasiado obvio tanto lo que sucede como hacia donde se quiere ir a parar.
No se trata, pues, tan solo de saber emplear el fuera de campo o ser sutil en los subtextos o en las ramificaciones laterales de la trama. Se trata de tomar algunos riesgos, temáticos o formales, que, aunque no modifiquen sustancialmente lo expresado, sí aporten algo de sal, algo de aventura y novedad a una historia que se siente demasiadas veces presa del ‹déjà vu› genérico. Una lástima pues que Chloe Okuno acabe por empacar un film al que se le adivinan maneras autorales pero que acaba siendo algo más cercano a una corrección nada memorable.