Wang Quan’an volvía este viernes a la cartelera con El huevo del dinosaurio (Öndög), una nueva mirada a la estepa mongola desde la que reivindicar una forma de vida que se apaga, que parece, resistiendo, estar dando sus últimos coletazos. Una temática que, por otro lado, el cineasta de origen chino, ya había ido desarrollando a lo largo de una carrera que llegaba a su punto álgido en 2007, cuando su tercer largometraje, La boda de Tuya, se alzaría con el Oso de Oro en la Berlinale.
Es precisamente en La boda de Tuya donde encontramos los que parecen ser rasgos característicos de un cine que el pasado 2019 conseguía un nuevo galardón: en este caso, la Espiga de Oro a Mejor película en la Seminci de Valladolid. Pero, más allá de todos esos premios cosechados, en el cine de Quan’an se atisba un carácter que va más allá de la propia condición que puedan poseer sus relatos ‹per se›. Así, y si nuestro compañero Pablo definía El huevo del dinosaurio como una especie de falso thriller, La boda de Tuya podría encontrarse en alguna zona cercana a ese cine social que precisamente tantos elogios suele acaparar donde triunfó, Berlín, pero que destaca entre otras cosas por su inspirada huida de un terreno en el que los extremos, todo aquello que suele manejar a los personajes a su antojo con el propósito de establecer esa crítica o alegato, terminan llevando la propia crónica suscitada a una parcela estéril, inerte. Y es que si hay una virtud que destaca en la obra del chino, esa es la de saber componer el espacio adecuado desde el cual desarrollar esos personajes que se antojan clave en ese humanismo que se parece desprender de un film como La boda de Tuya. La naturalidad desde la que el autor de Separados, juntos afronta esa mirada, en cierto modo cercana, pero que no deja de tener un componente incisivo, se antoja esencial en la exposición de un relato desde el que explorar ese universo ligado a lo rural, a esa China contemporánea en aras de perder una parte identitaria que no deja de ser fundamental para definir el país asiático y, de alguna manera, en qué se ha ido transformando con el paso del tiempo.
De ese modo, la historia de Tuya, cuyo marido vive con una discapacidad física, y a la que un pequeño incidente le hará replantearse su condición en pos de poder mantener a una familia cuyo único sustento es su figura, se convierte en manos de Quan’an en una suerte de romance donde el amor —un amor invisible, incorpóreo, que se percibe más en las decisiones tomadas por la protagonista que en esos gestos que suelen definir el concepto— prevalece ante el bienestar propio, por más que la forma de mantenerlo no sea sino una extensión de este. En ese sentido, el deambular de los distintos pretendientes a partir del momento en que Tuya decida pedir el divorcio por el bien de su familia y aceptar un nuevo matrimonio, resulta definitorio: ya no tanto por la índole de la propuesta en sí, sino por la circunstancia de todos y cada uno de esos pretendientes que, a cada cual, se alejarán más de ese particular microcosmos que habita Tuya, trayendo consigo una supuesta opulencia —no se inicia ese particular desfile a caballo para terminar en un lujoso coche de forma casual— y una mirada lejana a ese mundo en subsistencia.
Todo ello queda reforzado en su apartado formal, desde el que La boda de Tuya complementa su radiografía —si es que se pudiera llamar así a la propiedad de una obra que respira con tal sinceridad— gracias al empleo del plano —o cómo este refuerza la importancia del basto paisaje ante los rostros y figuras— y a una fotografía que rezuma sencillez por más que en cada estampa sea capaz de esconder una percepción desplegada a través de su identidad. Más allá de su condición primigenia, esa donde la etiqueta (tan socorrida, el cine social en este caso) llega a tener en ocasiones más peso que el cine, La boda de Tuya nos obsequia con aquello tan palpable como imperceptible: un viaje natural y, ante todo, capaz de contener esa emoción que requieren las pequeñas historias desde las cuales manifestar que tras lo social se esconde algo mucho más importante, humanidad.
Larga vida a la nueva carne.