El estreno este fin de semana de la última película de Walter Hill me ofrece la oportunidad de retornar a un mundo ya lejano y al que cada vez más cuesta llegar, como es volver a rememorar el cine con el que crecí. Hill es uno de los últimos autores aún en activo que se granjeó una granítica carrera allá por aquellos revolucionarios años 60-70 en los que comenzó a despuntar en el mundo del séptimo arte. Primero como guionista y ayudante de dirección (como segunda unidad en la magnífica Bullitt, guionizando La huida, aquella ‹cool movie› dirigida por el que se convertiría en uno de sus referentes, Sam Peckinpah, y también redactando una de esas historias versadas en la por aquel entonces de moda Guerra Fría como es la estimulante El hombre de Mackintosh de John Huston).
Quizás muchos le hayan idolatrado por ser uno de los productores de la saga Alien, en la cual también intervino como guionista de su segunda y tercera entrega. En mi caso personal siempre me interesó más su aportación como director gracias a esos primeros trabajos que tuve la oportunidad de ver en aquella televisión española de tan solo dos canales catódicos que a pesar de la escasez de oferta sabía programar muy buen cine. Creo recordar que la primera peli que vi de Hill fue Calles de fuego que me encantó aunque con mi edad seguro que no llegué a comprender con claridad su argumento. Pero había algo muy seductor en aquellas imágenes engalanadas con una música maravillosa y unos personajes de caracteres muy marcados, que por sus rostros y caminares cualquier niño podía identificar claramente a quienes había que apoyar. También recuerdo con cariño Danko: Calor rojo y, sobre todo, Límite: 48 horas.
Todas estas películas tenían muchos puntos en común. Eran pelis de buenos y malos, sin ambigüedades ni ñoñerías. Cintas muy honestas que iban directamente al grano sin perder el tiempo en tribulaciones ni tramas paralelas, con cierta querencia por una épica algo aparatosa, pero muy eficaz. Integradas en historias muy masculinas que retrataban con cierta nostalgia esas crónicas de camaradería y honor tan presentes en el western clásico. Con escenas de acción perfectamente coreografiadas. Muy violentas a la vez que preciosistas y fascinantes. No en vano más tarde descubriría, a medida que la palabra cinefilia empezó a aparecer en mi diccionario, que Hill era un amante del viejo oeste. Una de esas almas irradiadas por la filosofía emanada de los universos de John Ford, Howard Hawks o el ya mencionado Sam Peckinpah, que luchaba por mantener viva una llama que empezaba a languidecer en favor de otro tipo de cine que parecía querer olvidarse de los ideales, muchos políticamente incorrectos, surgidos en las laderas del ‹far west›.
Posteriormente fui descubriendo otras maravillosas creaciones dirigidas por Hill, algunas convertidas en cintas de culto, otras postradas injustamente en las estanterías del olvido. Y para homenajear a este grande del cine estadounidense de los últimos 50 años he decidido rescatar otra de esas realizaciones que vi de adolescente, recuerdo que en una sesión golfa programada a las doce de la noche creo que en Telemadrid, y que pertenece por lo poco que se suele hablar de ella al grupo de desterradas.
Y es que Traición sin límites pertenece a la etapa de madurez de un Walter Hill que a finales de los años 80 ya había dirigido las que para muchos son sus mejores películas. De hecho este neo-western, seco y áspero como una lija, es considerada por algunos críticos como un punto de inflexión en la carrera del autor de El luchador en el sentido de etiquetarla como el arranque del declive de su trayectoria como director en el cine, pues tan solo una serie televisiva como Los protectores gozó de cierta unanimidad crítica entre las producciones posteriores a la objeto de reseña en este artículo.
Confieso que volver a revisar Traición sin límites me daba cierto respeto porque hacía muchísimo tiempo que no la veía y siempre uno se enfrenta a ciertos miedos al visionar un producto que cuenta con todo mi cariño. Puesto que la situación personal, muy diferente y más contaminada la actual que la pretérita, sin duda afecta en grado sumo a la valoración de una obra, ya sea literaria o cinematográfica.
En este sentido, al finalizar la revisión de la película tuve una mezcla de sensaciones. Entre ellas, la de haber visto una de esas películas que ya no se hacen. Un cine ya extinguido para siempre y que difícilmente volverá a realizarse. Hoy en día ningún productor sensato (en aquellos años sin duda lo eran los mandamases de la Carolco Mario Kassar y Andrew G. Vajna, como han cambiado las tornas con el tiempo) se atrevería a arriesgar su patrimonio para producir una cinta sin grandes estrellas, muy violenta, bruta, escabrosa, totalmente pollavieja, sangrienta, políticamente no alineada con el pensamiento predominante y con una trama bastante confusa en la que la imagen es mucho más importante que los diálogos. Y este punto, el de preferir narrar a través de la imagen que a través del diálogo, es algo muy llamativo pues detrás de las líneas de Traición sin límites estaba gente muy prestigiosa como el cancelado John Milius (se nota bastante su presencia por esa querencia al nihilismo belicista que esconde el metraje de esta obra) y los experimentados Deric Washburn y Harry Kleiner (este último guionista de grandes clásicos como ¿Ángel o diablo?, La calle sin nombre o La casa de bambú).
Creo que Walter Hill prefirió realizar una epopeya más enraizada con el western que con el thriller que parecía desprender el guion, llevando así a su terreno una trama que en otras manos hubiera generado unos mimbres muy dispares a los que trenzó el maestro. De este modo Traición sin límites se destapa como un neo-western en estado puro. Todo en ella respira western. Desde la presentación del ‹marshall› protagonista con el rostro impertérrito y durísimo de un Nick Nolte muy contenido en ese garito de mala muerte que finaliza con un tiroteo a lo Río bravo, como las posteriores composiciones de esos antihéroes de rostros curtidos liderados por el siempre inquietante Michael Ironside, que en un principio parecen unos renegados del ejército que quieren dar un golpe en un banco fronterizo, pero que posteriormente descubriremos que se trata de un escuadrón de la muerte que parece haber sido enviado en principio por el gobierno para acabar con el capo de la droga que domina la frontera entre México y Texas, si bien más adelante se resolverá que no todo es como parece. Hill los dibujó como una especie de bandidos a lo Grupo salvaje siendo claro el homenaje que rinde el autor de Los amos de la noche (The Warriors)a un Peckinpah con el que había trabajado en los 70.
También ese malo interpretado por otro hombre de la tropa de Hill como Powers Boothe, siempre vestido de blanco mostrando la importancia que tiene la paleta de colores en las composturas engendradas por Hill, muy histriónico y teatralizado como antagonista claro de un Nick Nolte serio, seco, fiel y estoico, brindando una de esas clásicas historias (Ben-hur, Duelo en la ciudad muerta o El último tren de Gun Hill entre otras) de amistades juveniles traicionadas y enfrentadas a muerte por el diferente destino recorrido por los antiguos amigos en su madurez.
Sin duda el punto débil de la cinta quizás sea su dispersión argumental en el primer tramo del film. Por la indefinición de la psicología de los personales principales en virtud de unos diálogos que enrevesan más que aclaran y por el hecho de que parece que a Hill le importa más bien poco lo que pueda aportar el único personaje femenino relevante de la fábula (interpretado por la cubana María Conchita Alonso, muy de moda en aquellos años por los culebrones venezolanos y por dar el salto a Hollywood en alguna buena cinta de acción) como punto de choque entre los antagonistas. Pero poco a poco la cosa se irá enderezando a medida que Hill empieza a centrarse más en la acción que en la dicción.
Puesto que conforme pasan los minutos lo importante empieza a ser la composición de parajes y atmósferas, comenzando a derretirse un divertimento fruto de su idolatría por el cómic y el western. Así empezarán a brillar tiroteos hiper violentos, muertes a salpicones de sangre, persecuciones automovilísticas maravillosamente filmadas, hasta llegar al éxtasis con dos escenas asombrosas y espectaculares.
La del atraco al banco perpetrado por ese escuadrón de la muerte que no sabemos muy bien que pinta en lo que parece la trama principal de enfrentamiento entre el bien encarnado por el ‹marshall› interpretado por Nolte y el mal ligado al capo de la droga con el rostro de Boothe, y esa escena de cierre a metralleta limpia y sangre a borbotones en la que todo al final encaja a la perfección que fue coreografiada por Hill como claro homenaje al tiroteo que cierra Grupo salvaje, siendo muy claras las influencias tanto técnicas como ideológicas que emanan de esta inolvidable secuencia con la de la cinta de Peckinpah. Todo ello será finalmente culminado con un duelo final clásico al más puro estilo ‹far west›.
Con todo, a pesar de contar con un final que a mí personalmente me parece algo atropellado y por tanto mejorable, el resultado global de Traición sin límites es más que satisfactorio. No creo que la cinta haya perdido fuerza con el paso del tiempo ni con la experiencia de un espectador que ya ha visto los claros referentes que son homenajeados sin ningún tipo de rubor por Hill.
Es cierto que no llega a la maestría de los originales visitados, pero ello no es óbice para que Traición sin límites mantenga todo su impacto intacto. Me queda la huella de una cinta brusca estilizada hasta el extremo, que va directamente al grano, y por ello muy honesta con lo que plantea. Como todo el cine de Hill, nos hallamos con una historia al servicio de su gusto por la disposición pictórica al más puro estilo western y esas argucias que tienen que ver mucho con el universo del cómic. Con unas coreografías de acción de primera categoría donde se nota la maestría de un Hill que tiene el control en todo momento de lo que nos quiere mostrar. Con un sentido de la violencia muy atractivo y descarnado, que embelesa por su perfección y decorado visual mostrando la sangre, los agujeros de bala y metralleta con todo su horripilante hedor a muerte, sin censura y sin ningún tipo de concesiones a la galería.
Eso es lo que siempre me fascinó del estilo de Hill. El no querer quedar bien con el espectador o con los productores, aspirando siempre a dar rienda suelta a sus debilidades por encima de cualquier tipo de moda pasajera. Aquí, como en sus mejores películas, nos encontramos con una propuesta que entretiene y que no desea profundizar en los bajos instintos de los protagonistas para mostrar lo inhumano que puede ser el ser humano, eso ya lo sabe de sobra Hill y por eso no trata de engañar centrando su mirada en la psique de unos personajes duros y desagradables. Como sastre curtido en mil batallas, Hill tejió un vestido sucio, infectado de atmósfera operística, con ese antojo por las historias de vaqueros malos y buenos, deleitándonos sobre todo con unas escenas de acción tremendamente seductoras.
También se observa la querencia del maestro por esos personajes de frontera impasibles, incorruptibles e inquebrantables, que se inclinan siempre en favor del honor frente al dinero y la indignidad con un Nick Nolte a la altura y con una serie de actores secundarios muy presentes en el cine de acción de los ochenta y noventa como Michael Ironside, Rip Torn, William Forsythe o Clancy Brown, a los que es siempre un placer volver a contemplar.
Todo ello convierte a Traición sin límites en un pequeño clásico del cine ochentero que sigue aún vigente y que merece todos los reconocimientos y homenajes que los cinéfilos solemos hacer con ese cine que creemos que mereció una mejor suerte comercial y crítica.
Todo modo de amor al cine.