Ahora que se ha anunciado que Tsai Ming-liang vuelve al cine con Stray Dogs (en la cual parece ser que tratará de una familia que se monta una especie de Arca de Noé para sobrevivir a una sociedad enferma por culpa de su consumismo) tras unos años de silencio después de Visage (film que tenía todas las constantes de su cine, pero que dejaba una pequeña sensación de aburguesamiento pese a su sentido homenaje a la Nouvelle Vague francesa), es un buen momento para hablar sobre su último corto, un relato bañado en continua meditación religiosa que parece examinar el pasado y el presente de Hong Kong a través de un silencioso monje. Un cortometraje que se encuentra englobado dentro de la película episódica Beautiful.
Lee Kang-sheng, el actor fetiche de Tsai (que también ha hecho sus pinitos como director con un estilo muy parecido al de su mentor), encarna a un monje budista vestido de rojo que camina a una velocidad incomprensiblemente lenta (sin alteraciones en el movimiento casi imperceptible del cuerpo del protagonista) y con el cuerpo exageradamente encorvado, con la cabeza agachada, descalzo y sosteniendo un trozo de pan en una mano y una bolsa de plástico en la otra. Seremos testigos de su trayecto ralentizado (su ritmo no pasa del paso por minuto) por las bulliciosas y abarrotadas calles de Hong Kong. La multitud se congrega alrededor del personaje para tratar de comprender sus exasperantes movimientos, pero el religioso ni se inmuta y sigue a la suya.
El momento más destacado se produce cuando llega a la mitad de una calle muy transitada, frente a un anuncio con Andy Lau en el fondo y el sonido ambiente en el fragor de una de esas noches movidas de Hong Kong, donde parece reprochar a la publicidad el uso de los modelos perfectos y falsos que crea para vendernos un producto. La obra, pese a provocar inevitablemente esbozar una sonrisa constante por la irreverente velocidad del monje, tiene un tono serio si exceptuamos el cachondo epílogo final en el que hace gala del sentido del humor estrafalario tan peculiar de Ming-liang y extrañamente nos ofrece un desenlace (aspecto casi nunca visto en su filmografía, caracterizada por no cerrar nunca sus historias) con las hamburguesas del tío Sam como protagonistas, al son de una canción pop china que hace apología de la riqueza y el consumismo capitalista.
El director taiwanés de origen malayo enfrenta la urbanidad con la religiosidad budista en una divertida pugna entre la paranoia y la ansiedad predominante en las grandes urbes con el irreverente andar de este extraño personaje, transformando el sentimiento de alienación y vacío existencial provocado por la vida estresante en constante movimiento de las grandes urbes en una metáfora sobre la búsqueda espiritual, en la cual nos recuerda lo ridícula e innecesaria que es la velocidad a la que se mueve la gran ciudad. Walker está compuesto escasamente de unos 15 planos de una belleza visual muy potente en los que destaca la saturación de colores, la iluminación nocturna, las calles abarrotadas de gente, y la contaminación acústica tan común en Hong Kong. El director taiwanés logra mantenernos atentos durante los 27 minutos del paseo ralentizado del monje apoyado en la sencillez habitual de su lenguaje cinematográfico. Un Tsai con el ritmo pausado que tanto le caracteriza, pero despojado de sus elementos más excéntricos (salvo en el citado momento hamburguesa) que tanto irritan a sus numerosos detractores. Esta vez no hay sandías obscenas, gente peleándose con las goteras, relojeros realizando actos lascivos con relojes de pared en el lavabo de un cine, números musicales protagonizados por penes, masturbaciones con objetos religiosos, micciones en artefactos variopintos, ni piernas que buscan amor a través de una grieta en el techo. Tampoco podremos observar uno de los mayores talentos del director taiwanés: la capacidad para tratar los espacios cerrados colocando la cámara desde diferentes perspectivas para lograr una visión geométrica más amplia y sugestiva. En lo que sí coincide es en mostrar los exteriores (auténticos protagonistas del cortometraje junto al monje) igual de ruidosos que en toda su filmografía, muy al estilo de los usados en su amada ‹Nouvelle vague› francesa por Godard, Rivette y compañía, con el sonido de los vehículos siempre amplificado al máximo.