La vida es un sueño dentro de un sueño. Y como tal hay fragmentaciones constantes. La realidad, la percepción, se basa en esos cúmulos de datos almacenados llamados recuerdos, llamados memoria. Algo que se almacena en nuestro cerebro y que revivimos constantemente. Solo que… hay filtros. Esencialmente uno, el corazón. Ese aparato que insufla vida aparentemente bajo la mecánica del latido pero que pone además los colores, los matices, aquello que llamamos sentimientos.
La vida parece pues sujeta al imperio del número dos. Dos órganos, dos personas, dos fragmentos en harmonía y también en lucha constante por discernir donde está la verdad. Pero, ¿Qué pasa cuando falla el engranaje memorístico? ¿Qué pasa cuando no sabemos quién somos ni quién está a nuestro lado? ¿Cómo afecta al sentimiento? ¿Cómo afecta a la contraparte impotente?
Y luego está el tiempo, esa constante que Gaspar Noé ya calificaba como el destructor de todo y que aquí se manifiesta en un proceso mental incurable. Irreversible. Ese tercer invitado que parece siempre ausente, silencioso pero inexorable, implacable en su cometido. Vortex no es más que el reflejo de todo ello, con sus tres invitados, con su fragmentación de pantalla, con la degeneración paulatina de todo lo que importa. Casi, como una invitación referencial, por aquello del título (‹enter the void›), a lanzarse al vacío.
Puede que, en su apariencia, este sea el film de Noé más relajado. Y cierto es que abandona el exceso, la luz estroboscópica, la cámara en espiral o el tremendismo de alarido y pornografía de lo explícito. Diríase que, más allá de ese formato partido, estamos ante un ejercicio pulcro y formalmente coherente. No tan solo por sostenerlo de principio a fin, sino por su correspondencia con el tema central. La pantalla fragmentada corresponde no tan solo a los puntos de vista sino al propio proceso degenerativo, su formato casi polaroid nos remite a una diapositiva que se irá proyectando hasta su extinción en fundido a negro.
Pero no nos dejemos engañar, Noé no se aleja un ápice de su habitual negrura y vuelve a exponer sus temáticas favoritas. En el fondo Vortex sigue la estela de sus predecesoras en cuanto a negrura vital, a la exposición drogadicta (aunque en este caso sea médica) como alivio vital, a la imposibilidad del amor como perpetua fuente de felicidad y su conversión en máquina de dolor perpetuo. El dolor, sin embargo, se concentra en esta ocasión en la imposibilidad de refugio. Si en sus anteriores obras estábamos ante casos de juventud truncada por un exceso atribuible a al edad, y por tanto evitable, en Vortex nos hallamos en la última frontera. Cuando parece que todo ha sido superado llega el golpe definitivo. Es decir, la vida como un proceso nihilista, sin sentido.
Nada permanece, los libros, los escritos, la memoria, el amor, las películas. Una casa llena de objetos y de sentimientos que se van a un agujero negro, al vacío anteriormente comentado. Por ello Vortex supone casi un colofón a la filmografía del director. Un existencialismo que no deja margen a la esperanza, que se tiñe de color decadente, que nos permite prácticamente oler la enfermedad, la podredumbre. Una película, en definitiva que invita tanto a la reflexión sobre lo que somos y lo que hacemos pero que, al mismo tiempo, por paradójico que parezca, nos grita que no importa, que el fin es una casa desnuda, una proyección desgastada en un funeral, un último recuerdo que también desaparecerá.