Ya he comentado en alguna reseña anterior que los años sesenta supusieron no sólo un soplo de aire fresco en lo referente a esas nuevas vías de narrativa cinematográfica que fueron abriéndose paso a través de los anquilosados contornos del séptimo arte clásico, sino que de igual modo se alzaron como una era de esperanza, protagonizada por toda una galería de locos idealistas que pensaban que podían cambiar el mundo para dotarlo de una mayor libertad individual lejos pues de los corsés doctrinarios e ideológicos de ámbito político, religioso e incluso tradicional que seguían rigiendo la mayor parte del globo terráqueo. El tiempo demostró que esos gigantes contra quienes luchaban estos ingenuos quijotes eran demasiado robustos como para ser derribados desde un enfoque meramente artístico, ya que resultó imposible destruir esas fuerzas invisibles capaces de reaccionar ante esas simples cavidades que cuestionaban lo convencionalmente establecido.
Dentro de este grupo de artistas que empezaron a forjar su leyenda en estos años se encontraban el germano Volker Schlöndorff y el polaco Jerzy Skolimowski. Sí, lo sé. A simple vista la carrera de estos dos maestros del cine europeo de la segunda mitad del siglo XX parece no converger en un destino común. Puesto que el cine de Schlöndorff se caracteriza por su vigor, su honestidad y su potencia visual haciendo girar sus tramas alrededor de esas luchas internas que deben superar unos personajes atormentados y derrotados por esa falta de pericia para hacer frente a unas instituciones de poder administradas bajo el ejercicio de la violencia y el miedo en el contexto de la historia alemana del siglo XX. En este sentido, las obras de Skolimowski igualmente se mueven en ese entorno de denuncia de falta de libertad que atenaza a ese individuo atrapado en la dictatorial y asfixiante Polonia gobernada en los sesenta por un Partido Comunista devorador de todo signo de rebeldía, empleando para ello una poesía surrealista, intimista y evocadora en lugar de ese estilo explícito y contundente cincelado por el autor de El Tambor de hojalata. Por tanto, hay paradigmas que chocan en el arte de estos genios. Explícito vs. implícito. Vigor vs. introspección. Realismo vs. surrealismo. Drama desgarrador vs. sátira. Pero el paso de los años provocó que estos caracteres en principio antagonistas confluyeran en un punto común, eso que algunos tenemos a bien denominar los avatares del destino que dieron lugar a una historia tan apasionante como extraña que a continuación os trataré de explicar en pequeños capítulos cronológicos.
1967. El exilio de un artista diferente.
En 1967 Jerzy Skolimowski se había destapado como uno de los mejores y más prometedores cineastas de eso que se denominó el nuevo cine polaco. Movimiento que contaba con nombres de la talla de Jerzy Kawalerowicz, Andrzej Wajda o Wojciech Has en sus filas. Y es que tras una fabulosa y experimental etapa en el cortometraje, Skolimowski dio el paso al mundo del largo con tres películas tan extrañas, complejas y subversivas como Walkover, Rysopis y La barrera. Sin duda tres cintas altamente sediciosas y oscuras que denotaban esa rabia de un director irreverente en continua lucha contra el aislamiento y la falta de oxígeno imperante en su país natal. Ello implicó que Skolimowski fuese señalado por las autoridades comunistas como un autor incómodo totalmente divergente con la línea editorial gobernante.
Sin miedo a posibles represalias el maestro decidió saltar al vacío en su siguiente proyecto. Se trataba de una película que pese a emplear un mágico marco surrealista en su fondo, no ocultaba una forma lo suficientemente clara que vertía una áspera crítica sin tapujos contra del Stalinismo. Pero esta gallardía fue decapitada ipso facto por la dictadura comunista. Puesto que tras el visionado del resultado del film, los censores secuestraron el material filmado por Skolimowski obligando al maestro a abandonar Polonia para convertirse en un nómada que regaló allí donde le dejaron su virtuoso talento natural.
Años 70. Nuevo cine alemán y desarraigo.
Los años setenta se alzaron como la década de la confirmación de la maestría de Volker Schlöndorff, ocupando no cabe duda uno de los tronos reservados a esos maestros que forjaron ese Nuevo Cine Alemán. El autor de Diplomacia no sólo había consolidado el estatus logrado la década anterior con una película tan imprescindible como El joven Törless, sino que de la mano de su pareja y musa del movimiento Margarethe von Trotta obsequió a los cinéfilos toda una serie de obras maestras de obligado visionado para entender los paradigmas que dictaron la forma de hacer cine en la Alemania de los setenta.
Si bien para Schlöndorff este decenio puede ser considerado como el de su esplendor, para Skolimowski estos diez años resultaron más bien irregulares. Y es que tras forjar cierto prestigio crítico con su primera obra en el exilio —La partida—, el polaco no encontró estabilidad creativa deambulando de un país a otro hasta arribar a Reino Unido. En la Gran Bretaña moldeó una de esas piezas de culto como Zona profunda, obra que a pesar de sus indelebles resultados artísticos no permitió al autor de Cuatro noches con Anna asentarse como un cineasta de éxito popular. De este modo, el polaco únicamente pudo filmar otro par de obras como realizador, exhibiendo siempre esa mirada melancólica, deprimente, pero también feroz y violenta inherente sin duda a una personalidad acechada por el tormento y la persecución ideológica.
1981. Encuentros privados, resultados públicos.
Después de diversos avatares el destino jugó su carta con objeto de redimir esos pecados pasados. Así, el polaco recibió en primer lugar una llamada de trabajo. Sí, era Volker Schlöndorff —el autor de moda del cine europeo a finales de los setenta— que al parecer quería contar con Skolimowski en su próxima película, ofreciéndole para ello un papel como actor secundario en un proyecto que revelaba las pretenciosas intenciones del germano. La película se titulaba Círculo de engaños e iba a estar encabezada en su elenco protagonista por dos de los rostros más populares del Nuevo Cine Alemán: el siempre majestuoso Bruno Ganz y la Fassbinderiana y siempre sugerente Hanna Schygulla. Asimismo, la trama se situaba en ese Beirut contaminado de sangre, odios religiosos y lucha de civilizaciones de finales de los setenta. Un avispero que hoy en día sigue en plena ebullición presa de una guerra de guerrillas jugada desde los oscuros tableros de la política internacional. Viajar al Líbano de la mano de tan prestigioso plantel así como participar en una trama tan fascinante como compleja fue sin duda un dulce imposible de rechazar para Skolimowski.
Porque Círculo de engaños es una película que no defraudará a los fans del cine de Volker Schlöndorff. Además, en ella podemos observar ciertos paralelismos con la propia experiencia vital de Skolimowski. Así, la cinta se centra en un ambicioso reportero de guerra llamado Georg (Bruno Ganz) que se halla inmerso en una pequeña crisis personal. Por un lado su matrimonio con su bella pero algo desequilibrada esposa hace aguas por los cuatro costados. Únicamente sustentado por esos fugaces encuentros carnales donde la pasión primitiva da rienda suelta los más bajos instintos. Por otro, Georg decidirá echarse la manta a la cabeza marchando al Líbano como corresponsal en compañía de un sigiloso y honesto fotógrafo llamado Hoffman (interpretado por Jerzy Skolimowski) para cubrir la encarnizada y salvaje guerra que enfrentaba a falangistas cristianos con guerrilleros musulmanes entre los que se encontraban esos incipientes refugiados palestinos que seguían las doctrinas de una emergente OLP —todo ello con los apoyos en la sombra del ejército israelí y sirio a cada una de las facciones enfrentadas en esta cruel guerra civil—.
Pero esta vertiente bélica y sectaria que tizna el territorio donde tiene lugar la epopeya narrada por el autor de El ogro no interesa para nada a Schlöndorff. Ello únicamente sirvió como pretexto para hilar una cinta tan caótica como bella, donde seremos testigos de las inmundicias, las corrupciones políticas, y el sensacionalismo e hipocresía imperante en un occidente que adopta la figura de ese testigo cobarde que ansía rapiñar los restos de carne de una población aniquilada por el odio sin tomar partido para remediar la masacre. Así, a medida que Georg se sumerge en ese Beirut del que emana un vomitivo aroma a pólvora y sangre, comenzará a vivir una especie de pesadilla lisérgica donde el realismo más brutal se dará la mano con el surrealismo más onírico. Allí conocerá en el consulado alemán a una joven compatriota que decidió partir hacia Líbano consecuencia de un matrimonio con un joven árabe. De la mano de Ariane (Hanna Schygulla), Georg desatará sus apetencias sexuales, pero conocerá igualmente la esquizofrenia imperante en un país no apto para la mezcla de culturas, puesto que Ariane a pesar de ser una joven viuda que parece tomar cierto partido por la causa musulmana se manifestará como un alma atormentada que prostituye su belleza para sobrevivir en un ecosistema incompatible con la supervivencia.
Schlöndorff no deja títere con cabeza, construyendo una película áspera y cruda que huye de toda connotación amable más próxima al cine de acción y entretenimiento. Puesto que Círculo de engaños es una radiografía de las impurezas que azotan el alma humana. Un alma incapaz de estar a gusto consigo mismo, siempre en conflicto con instituciones que impiden la realización plena de esos espíritus libres y rebeldes que luchan contra la quietud del sistema. Y es que el film trata sobre esa falsedad y esas rejas que aprisionan a estos espíritus, que como Skolimowski son víctimas de los círculos de poder y engaño que manejan los hilos de esas marionetas con el rostro de población mundial. No es casual que el personaje más simpático y decente retratado por el alemán sea precisamente el fotógrafo interpretado por el autor de El grito. Porque el personaje ejecutado de forma magistral por Bruno Ganz recorre un laberinto amorfo y extraño desde la perfidia y ambición hasta tomar conciencia del tinte viscoso que adquiere su egoísta aventura en busca del reportaje más sensacionalista y falaz para obtener el aplauso de sus superiores.
Schlöndorff disfraza su película con un tono apocalíptico y trepidante, mezclando con mucha fortuna unas hiperrealistas secuencias bélicas rodadas en los escenarios reales de Líbano con un tono fatalista que en ciertos momentos tocan ese surrealismo tan del gusto del primer Skolimowski a modo de homenaje al maestro. Porque como en los primeros films del polaco, Círculo de engaños pinta un cuadro grotesco y pesimista donde el ser humano se muestra como una presa fácil de los focos de poder internacional que dictan sin ningún impedimento las normas que administran nuestras vidas sin que seamos conscientes de ello. Para ello Schlöndorff plaga la pantalla de una serie de personajes tan repelentes como sucios, capaces de vender sus propósitos al mejor postor, mostrando finalmente a ese perdedor —un Georg derrotado por las circunstancias e instituciones que dominan nuestros movimientos— que emergerá como ese anti-héroe atrapado en una espiral de vicio y violencia imposible de repeler.
Sin duda uno de los puntos más poderosos del film es la forma tan explícita en mostrar la violencia y los horrores de la guerra gracias a un montaje tan efectivo como enérgico, dotando la envoltura de ciertas escenas de esa dramatización próxima al reportaje de guerra que sin duda sacude el corazón en virtud de su inusitado realismo. Y es que como en las cintas de Skolimowski, Schlöndorff plantea una interesante reflexión acerca de esos problemas de identidad y dobles juegos que demuelen sin fisuras la libertad y aquiescencia de unos personajes superados por el miedo y la violencia ejercida desde las altas esferas.
1981. Retorno al pasado para reescribir la historia: ¡Arriba las manos!
Pero esta historia de cine que está llegando ya a su final, no sería tan fascinante sin un pequeño giro del destino ¿Se acuerdan de esa película rodada en 1967 que el gobierno polaco secuestró, impidiendo así que pudiese ser contemplada por el público libremente? Pues su autor, Jerzy Skolimowski, recibió una llamada telefónica emitida por el gobierno polaco en su residencia londinense tras haber arribado del rodaje de Círculo de engaños. En la misma, las autoridades polacas ofrecieron a su exiliado compatriota regresar a su Polonia natal para celebrar el reestreno de la película que había dirigido a finales de los sesenta, a modo de reconciliación entre artista y nación. La llamada chocó en un primer instante al bueno de Skolimowski.
El autor puso una condición para tomar el guante lanzado por los administradores polacos. La película que rodó en 1967 no podía estrenarse tal como había sido rodada hace catorce años. No. La historia había cambiado. Polonia no era la misma. Skolimowski también había cambiado y sufrido las inclemencias de ser un apátrida. Ya no era ese joven idealista con ganas de cambiar el mundo desde los escenarios propiciados por el cine y el arte audiovisual. La vida le había enseñado a base de palos que el mundo avanza gracias a la crueldad y a la avaricia, no mostrando ninguna piedad con aquellos que piensan que la revolución pacífica es factible. Es la sangre y el dolor lo que ha hecho girar y cambiar las civilizaciones desde tiempos ancestrales. Por tanto la mirada de Skolimowski se había ennegrecido si cabe aún más que cuando dirigió su película en 1967.
Por ello era necesario un remontaje, puesto que la cinta no podía estrenarse virgen tal como fue concebida en tiempos pretéritos. En este sentido el polaco decidió acometer el proyecto, pero reescribiendo la historia para plantear una reflexión acerca de quienes eran las personas que llevaron a cabo el film a finales de los sesenta y en quienes se habían convertido con el tiempo.
Así, la cinta arranca con una marcada atmósfera de cine fantástico y de terror, mostrando a un Skolimowski inmerso en un inquietante soliloquio acerca de los efectos del paso del tiempo. El maestro mezcla imágenes surrealistas y malsanas mientras expone las circunstancias que indujeron el secuestro del film por parte de los oficiales polacos que lo visualizaron, planteando de igual forma la necesidad de mirar hacia atrás en un ejercicio de memoria histórica. La música de Józef Skrzek, con sus tenebrosas melodías, no hace más que arrastrar al espectador al juego que plantea Skolimowski. El fuego y la destrucción de unos edificios devorados por los efectos de las bombas nacidas de la bestia de la guerra hacen aparición en medio de la pantalla. Estas imágenes de tono apocalíptico se deben al préstamo que Schlöndorff concedió a su compañero, puesto que se trata de escenas de rodaje tomadas fuera de campo en las calles de Beirut de Círculo de engaños. Tales como unos impactantes travellings de casas en ruinas que hielan el corazón del espectador que se fundirán con el tenebroso sonido de la partitura de Skrzek.
De repente un primer plano de Skolimowski nos aparta de la pesadilla. El maestro recuerda la citación en el juzgado que le sentenció al destierro. Un hecho que cambió su vida de forma radical. Un hecho que le produjo una profunda depresión. Y es por este hecho que la película y la historia debe reescribirse. Pero la pesadilla vuelve a asomar. Las calles desiertas de Beirut nos indican la muerte de una civilización. Ni siquiera los gatos y perros callejeros parecen encontrar su sitio entre los huecos que asoman en las paredes destruidas de los edificios. Las imágenes tratan de embarcarnos de forma sugerente en el tormento interior de un Skolimowski enfermo de tristeza.
Un punto fascinante de esta introducción es sin duda la secuencia en la que Skolimowski se halla planificando una escena de Círculo de engaños con Bruno Ganz y Volker Schlöndorff: el escenario en el que ambos localizan en una playa los cuerpos decapitados y quemados de dos soldados libaneses. El maestro reconstruye a partir de este punto, las circunstancias que acontecieron tras su llegada a Londres: la llamada del gobierno polaco y su arribo a su país natal tras 14 años de destierro. Pero no hay hueco para la nostalgia. Porque de forma abrupta la cinta dará paso a una escena claramente añeja. Con una elipsis mesiánica, Skolimowski introduce el nuevo montaje de su película original, reducida a unos escasos cincuenta minutos.
Observamos una cinta que apuesta por una narración surrealista, en el estilo del Skolimowski más valiente y radical. Así, la cinta arranca mostrando una absurda reunión de estudiantes adornada por un festivo baile donde los asistentes dan rienda suelta a sus obscenas intenciones. De repente un grupo de ellos aparecen bruscamente encerrados en una especie de habitación conversando sin sentido. Parece que este habitáculo es una estación de tren. Los estudiantes esperan la llegada de un tren para dirigirse a sus hogares. Los mismos subirán a un vagón cargado de harina únicamente iluminado por la luz de unas velas y una linterna. Entre conversaciones sin sentido versadas sobre los modelos de coches que poseen, la cinta empezará a discurrir por unos derroteros infecciosos dibujando un cuadro dantesco protagonizado por estos personajes encerrados en un vagón más apto para el transporte de ganado que para el de personas mientras los mismos abandonan su mente a los placeres de la vagancia y los bailes desenfrenados coreografiados bajo los efectos de las drogas y la corrupción.
Sin duda nos percataremos de los motivos que llevaron al secuestro de ¡Arriba las manos!. Y es que la misma se desvela como una sátira corrosiva y tenebrosa que no deja títere con cabeza. Repleta de un simbolismo magistral, Skolimowski retrató a través de un ejercicio de metalenguaje fílmico estremecedor a esa podrida sociedad polaca de los años sesenta. Una sociedad conquistada por el vicio y la depravación. Una sociedad embutida en un gobierno comunista que como aquellos nazis que masacraron a más de la mitad de la población polaca en la II Guerra Mundial conducen a sus ciudadanos hacia el exterminio engañándolos con promesas falsas mientras encierra a los mismos en vagones de ganado con dirección a unas nuevas cámaras de gas edificadas con el veneno de la falta de libertad.
La carga surrealista del film no evita que aparezcan señales luminiscentes fácilmente interpretables. Así, la escena del sueño lisérgico muestra una enorme pancarta del líder Stalin retratado con esos cuatro ojos que controlan con su dictatorial mirada cualquier síntoma de disidencia. Quizás esta sea una de las escenas más críticas jamás rodadas alrededor de la figura del georgiano y por tanto el punto que seguramente llevó al escándalo y la desaparición de exhibición pública del film. Pero, aparte de este efecto visual, la cinta seguirá por unos derroteros en los que la sátira colmada de un humor tan transgresor como absurdo. Un tejido capaz de provocar erupciones cutáneas en el cuerpo de los facinerosos que gobernaban Polonia que cambió como bien nos advierte Skolimowski su vida. Una vida que hubiera sido mucho más cómoda sin ¡Arriba las manos!. Pero también una vida que hubiera sido menos libre y coherente con el espíritu de uno de los mayores juglares del absurdo que jamás ha dado el arte cinematográfico.
Y este es el fin de esta pequeña historia del cine.
Todo modo de amor al cine.