Una gran tragedia como el bombardeo nuclear por parte de Estados Unidos en 1945 definió la sociedad, la cultura y la historia japonesa en el siglo XX mediatizada, obviamente, por una perspectiva espiritual muy marcada por el budismo y el sintoismo. El terremoto y tsunami del 11 de marzo de 2011 y el posterior escape radioactivo de la central nuclear de Fukushima supusieron un desastre de grandes consecuencias humanas para el país, que se reflejó casi de inmediato en su cinematografía. Películas como Nuclear Nation (2012) y Nuclear Nation II (2016) de Atsushi Funahashi dan registro de ello —abordando la situación de los miles de desplazados de sus hogares y la verdadera dimensión del accidente, más allá de la imagen proyectada a nivel internacional—, reflexionando también sobre esa ambivalente relación con la energía atómica que emerge. Nobuhiro Suwa ahora se enfrenta con su sensibilidad tan peculiar en Voices in the Wind (2020) a esta marca generacional a través de las heridas abiertas en el alma de su joven protagonista Horu (Serena Motola), superviviente de Otsuchi que perdió a su familia. Viviendo desde entonces con su tía Hiroko en Hiroshima, el día que esta cae enferma supone el desencadenante para ella de una huida que la lleva a recorrer Japón de sur a norte, en un imposible regreso a su hogar, con la ayuda de extraños con los que crea conexiones pasajeras pero siempre significativas.
El vínculo espaciotemporal que realiza de inmediato entre estas dos grandes catástrofes de Hiroshima y Fukushima a modo de ‹road trip› transciende lo temático y se ha podido ver profundamente asumida por otros cineastas como Yōji Yamada en su Tokyo Family (2013) —inspirada en la obra de Ozu, Tokyo Story (1953)— que sustituía y actualizaba las referencias entre una y otra con un sentido de ineludible responsabilidad. El relato toma la estructura basada en peripecias y encuentros casuales, del que se extrae una descripción social no carente de crítica (como en el caso de la situación de refugiados inmigrantes de otras naciones). Se materializa así una idea de retrato moral colectivo creado a partir de las características únicas de las personas y las situaciones con las que Horu tropieza. Un hombre que le acompañará gran parte del viaje llevándola en su coche, Morio (Hidetoshi Nishijima), sirve de reflejo de su pérdida y permite también proyectar en su futuro lo que supondría pasar su vida mirando únicamente hacia el pasado, dejando que el duelo fagocite cualquier posibilidad de experimentar el mundo en su plenitud, con sus momentos de felicidad y el dolor que surge inevitablemente del mismo transcurso del tiempo.
Pero el trauma va más allá de la pérdida. Horu y Morio comparten el sufrimiento del desastre y la culpa por un sentido de responsabilidad muy específico sobre los seres queridos —dentro de otro general sobre las víctimas y la difícil asimilación de su incapacidad para haber hecho algo al respecto por evitarlo—. El viaje es uno de regreso a los espacios que simbolizan la felicidad y la nostalgia por unos recuerdos y unas personas que ya no están. Sus espectros invaden el plano por ausencia o a través de visiones fantasmagóricas en dos momentos que afectan a uno y otro de manera radicalmente distinta: exponiendo sus emociones desde lo contenido de él a la congoja repleta de rabia de ella. La cámara en mano del director busca la interrelación con el entorno y la evocación sensorial de la imagen entre los personajes y los paisajes naturales con planos largos que la proveen de una narración de extrema delicadeza formal. Un edificio que sigue en pie y otro que fue totalmente destruido permiten el tránsito simbólico a través de unos umbrales que se configuran como puertas a otras realidades, al encuentro de entidades en otro plano espiritual al que quizá se pueda acceder a través de una popular cabina telefónica desconectada de la red en Otsuchi, a la que la adolescente acude como último recurso. Y es a través de esta llamada en el teléfono del viento, inundada por la luz cálida que propone el tratamiento fotográfico íntimo del filme, donde la expresión catártica de todos los sentimientos soterrados durante demasiado tiempo estallan, explorando de una vez por todas la escala real de la pérdida, oculta en los resistentes latidos de los corazones de cada uno de los supervivientes.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.