Europa está preocupada por los datos demográficos que auguran un progresivo envejecimiento de la población, y la calidad de vida de las personas mayores comienza a ser una preocupación habitual en muchos países. Como el gran Oscar Wilde escribió “La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven.”
Así parece haberlo entendido el director de series televisivas Kilian Riedhof, que da el salto a la gran pantalla con Vivir sin parar, una bonita metáfora sobre el tiempo, el espíritu y la capacidad narrada en tono tragicómico, que conciencia a la vez que conmueve, algo difícil de conseguir a priori.
Para ello Dieter Hallervorden sale de su habitual registro cómico para meterse en la piel de Paul Averhoff, un legendario corredor de maratón que lo ganó todo en los años 50 y 60 que vive felizmente retirado con su mujer a sus 70 y pocos años de edad. Ella tiene algún problema de salud, por lo que ante los repetidos ataques, su hija, encarnada en Heike Makatsch, decide internarlos en una residencia. Allí, a la falta de motivación y calor humano del personal se le unen unos deprimentes pasatiempos como hacer figuritas con castañas (algo que, en el film, es el símbolo de la decadencia absoluta) y sin embargo los cuidadores insisten en la importancia de marcarse pequeños objetivos. Ante tal perspectiva, Averhoff se rebela y decide prepararse para correr la maratón de Berlín, arrastrando con él a su mujer, que siempre ha sido su entrenadora, y trastocando la rutina de la residencia.
La historia resulta entrañable cuanto menos, y desde el principio podremos identificarnos con el espíritu de lucha del antiguo atleta. Pero esta trama, que parece ligera, una historia más de superación, tiene muchas ramificaciones: Riedhof aprovecha para reflexionar sobre la historia de su país, la sanidad alemana, las personas dependientes, la educación de los hijos, la enfermedad, el dolor y cómo llevarlo, los prejuicios. Traba tras traba, su protagonista va superando los obstáculos que encuentra.
Hay una secuencia memorable, que no puedo dejar de mencionar, en la que ante las cámaras de televisión, un Averhoff medio roto suelta un monólogo memorable, digno del mejor Liam Neeson en Cinco minutos de gloria, en el que acaba por resumir la filosofía que pretende inculcar “La vida es como una maratón: los primeros pasos son fáciles, piensas que nada puede detenerte. Pero entonces llega el dolor y tus fuerzas disminuyen metro tras metro. Piensas que ya no puedes, pero sigues un poco más, hasta el agotamiento total. Y al final está la victoria. Ciertamente. Sólo la victoria”
La película finaliza con imágenes reales de la maratón de Berlín con un Hallervorden infiltrado. El actor, por cierto, se ha preparado a conciencia para interpretar a su personaje, perdiendo peso, yendo a un gimnasio tres veces por semana y, por supuesto, corriendo cada día, demostrándose a si mismo que realmente la edad no es un impedimento.
Está claro que la película gana su fuerza en lo conmovedor, y el tono de comedia inteligente que pretende dejar claro su realizador en los primeros minutos es solo un pretexto. Hay mucha materia si entramos un poco más profundamente en el mundo que nos propone. Todos los personajes están francamente bien construidos, incluso los secundarios (especialmente destacable Tajta Sebt como Margot, mujer de Averhoff), contribuyendo al realismo de la cinta.
En definitiva, la obra está cargada de positivismo. Ya desde su título ofrece la esperanza de la que hace gala durante las casi dos horas que dura. Marcada muchas veces por las dualidades que propone (La fuerza contra la enfermedad, la vida privada contra la vida familiar, la dictadura de los números contra el calor humano) esta tragicomedia consigue llegar directamente adonde apunta: al corazón y sin interferencias.