Vivir el momento (John Crowley)

De adolescente, en la época de los alquileres físicos en DVD, visionamos mi familia y yo la película Otoño en Nueva York, drama romántico del año 2000 protagonizado por un galán cincuentón Richard Gere y una joven angelical Winona Ryder, en el que Gere se enamora del personaje protagonizado por Ryder —y viceversa— sin saber que tiene un futuro muy poco prometedor (por no hacer spoilers), al mostrarse ella siempre de buen humor y al darle al hasta entonces mujeriego de él toda una lección de cómo hay que vivir el día a día irradiando felicidad. Más allá de su pretensión de película clásica y elegante estadounidense con música de Frank Sinatra y Nueva York como tercer protagonista —esto en su momento dudo que lo viera—, mi crítica de ella al terminar fue bastante clara y tajante: aburrida, ñoña, pedante y empalagosa. Igual me pasé de frenada, porque a mi padre no le gustó casi nada mi opinión y pronto empezamos a elevar una discusión inicialmente sobre cine a otros términos que tenían más que ver con mi empatía y con mis experiencias personales. Está claro que en aquel momento influyó mi edad, por una parte, y la crisis existencial que más tarde sabría que estaba viviendo él. La brecha que separaba a un fan acérrimo de Roberto Carlos o Camilo Sesto ya entrado en la cuarentena con un púber fan de Limp Bizkit o Eminem se consolidó con esta discusión que al parecer iba bastante más allá de la película.

Vivir el momento, la nueva película del director irlandés John Crowley (artífice de Brooklyn, Circuito cerrado o Boy A), reabre una cuestión que quedó planteada durante ese instante de mi adolescencia. ¿Es cuestión de empatía o experiencia vital que una historia dramática y romántica a partes iguales te haga pasarlo mal como algo bueno o como algo de lo que obtener aprendizaje, al contarse desde el espíritu del ‹carpe diem›? Depende, cómo no. Tanto en el caso de Winona Ryder y Richard Gere como en el de Florence Pugh y Andrew Garfield se supone que están pasando por lo mismo, pero el acercamiento al melodrama es lo que marca la diferencia entre una y otra. Eso o que es una producción europea frente a una estadounidense… o simplemente que yo me he hecho mayor. El caso es que Vivir el momento busca con mucha insistencia que te pongas a llorar (el propio Garfield te mira con ojos del Gato con botas de Antonio Banderas unas tres cuartas partes de metraje), mientras te lanza el mensaje de que tienes que vivir, que nunca sabes lo que va a pasar mañana, pero también cuenta con humor algunos dramas, dejando una puerta abierta a las interpretaciones sobre lo que eso significa. Esto es: aunque la película es claramente romántica en su sentido clásico —el personaje de Pugh llega a bromear sobre eso en un momento dado— y buena parte del discurso gira en torno a si es mejor lograr algo en lo personal o no para ser recordados cuando todo lo demás en tu vida te va bien, deja una puerta abierta al hecho de que encontrarle sentido a la vida es demasiado subjetivo, mientras que en la pérdida solo hay dolor si se nos permite reflexionar sobre lo que nos queda cuando alguien ya se ha ido; y cuando una enfermedad pinta muy mal a veces esa reflexión puede llegar con cierta antelación, tanto desde la perspectiva del que cree tener los días contados como del que teme quedarse con los recuerdos.

John Crowley construye, con la ayuda de dos actores que comparten mucha química en pantalla, un relato intimista que entremezcla tres periodos temporales de su relación de forma que la percepción trágica del amor tiene un espíritu optimista y esperanzador, aunque a menudo se sostiene sobre la necesidad de dejar legado. Quizás es en este punto donde hay más riesgo de alejamiento por parte del espectador, como si estuviera mejor pensada que ejecutada, pues incluso la duda planteada prácticamente al empezar (¿es preferible vivir seis meses intensamente o vivir doce meses difíciles y pasivos y que el tratamiento no funcione?) obliga al espectador a tomar una posición como parte de la relación para seguir interesado en un amor que pierde “magia” cuanto más “única” pretende ser, por el tufillo indie que al mismo tiempo lo hace algo más especial que otras historias de amor con una premisa similar. En cierto modo, la clave entre que disfrutes de Vivir el momento más o menos tiene más que ver con la predisposición de cada uno que con lo demás. La pareja protagonista tiene mucho encanto y el carisma suficiente para ser creíble, y además los dos son guapos y lloran muy bien —da igual que ella se rape o él se ponga pelo—, pero también hay un exceso de pareja sobre su dolor, como si el resto de familiares y seres queridos estuvieran en sus vidas más a modo de accesorio.

La verdad es que, al criticar Otoño en Nueva York, resultó que no solo criticaba la película, también a mi padre, pues además de haber perdido a una hermana recientemente, con el tiempo también se supo que en aquel momento mantenía una relación con una chica veinte años más joven. Aun así, al final mi padre acabaría congraciándose con mis gustos musicales —al menos canciones tristes como Stan (seguramente gracias a Dido)— y yo con algunas canciones melódicas de su época. Lo que se dice vivir el momento a tope nosotros también (que para eso las broncas también cuentan).

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