Eros contra Tánatos
En Los complejos y el inconsciente, Carl Gustav Jung, discípulo de Sigmund Freud, escribe que cuando consideramos la Historia en retrospectiva sólo distinguimos la capa más superficial de los acontecimientos, enturbiada, además, por el espejo deformante de la tradición. El psicoanalista habla de los grandes acontecimientos como superficie, pero que realmente, la Historia está hecha de vida psíquica y su avance está oculto. Esta lectura de Jung de las fuentes escondidas que han incitado los períodos que nos han precedido se vierten con especial énfasis en películas como Viva la muerte, de Fernando Arrabal. El suyo es un cine que nos revuelve el estómago y que nos agita la conciencia precisamente por estos factores: Arrabal nos revela que el problema de los alzamientos o de los grandes sistemas son conflictos subyacentes que palpitan en el corazón mismo del ser humano, y que la represión militar es, en esencia, la perversión absoluta de unas normas de convivencia. En ese sentido, y remitiéndonos también a la teoría de Herbert Marcuse plasmada en Eros y civilización, una sociedad del disciplinamiento que impone un orden autoritario se corresponde estrechamente con una libido mal conducida y con una mala educación de los impulsos. Consecuentemente, estos necesitan descargarse mediante la brutalidad de alguien que ostenta una posición de poder.
«Nadie se ha inventado el cielo». Con esta cita, entre otras, arranca este extraordinario y esperpéntico largometraje, que se fundamenta en el dilema edípico, en la mirada infantil y en otras dicotomías. Viva la muerte es puro arte rompedor cuyo propósito esencial es confrontar la guerra y la muerte con el erotismo y la vida. La mueve una sensibilidad anárquica y un anhelo rupturista que compromete constantemente la ética del espectador. La imagen, en manos de este artista, se convierte en un choque frontal, pues ni siquiera las evocaciones del niño protagonista son suficientes como para paliar las crudezas que se retratan. Para Fernando Arrabal, el cine debe incidir en el espíritu de su época, corrompido hasta la náusea, y revelar sus fuerzas reactivas e impulsoras. Si para Víctor Erice, en El espíritu de la colmena, era imperativo imaginar la Historia de España desde el punto de vista de la poesía conciliatoria y la reimaginación lírica del cadáver, Arrabal prefiere sustraernos del confort moral, ya que equipara la energía íntima del individuo con los regímenes crueles que necesita levantar para subsistir. En ese sentido, la primera víctima es la madre, encarnada a la perfección por Núria Espert, quien debe silenciar sus ideales ante el asesinato de su marido a manos de los dictadores franquistas. En un momento determinado, delante de la playa, su hijo le pregunta: «¿por qué nunca me hablas de papá?». A lo que ella le responde: «¿por qué quieres que te haga sufrir? Era un traidor a la patria». En la mirada de Espert, que otea el horizonte, vemos el sufrimiento acallado de una madre que ansía, por encima de todas las cosas, preservar la integridad de su pequeño. Otro factor que hay que destacar de la película es el impacto de las melodías, en especial la de un cántico infantil que perfora la crueldad de la imagen y metaforiza los últimos respiros de la inocencia de los niños en la Posguerra.
La guerra es pornografía, hipermostración, ataque y odio, es decir, invadir el lugar del otro porque este desmerece, a causa de sus atributos o pensamientos, su posición legítima en el mundo. Por el contrario, la sensualidad y el erotismo educan la mirada y la concilian con respecto al otro, pues no muestran, sino que sugieren. Frenan la libido desatada y la reconducen hacia la homeostasis. Arrabal, con esta obra maestra demoledora, profana e impúdica, retuerce la estética para generar imágenes sacudidas por el dolor, la desesperación y también el goce. La película está atravesada por la vocación alegórica del Buñuel más inspirado, por la virulencia dialéctica del Eisenstein más comprometido y por el ansia sacrílega del Pasolini más corrosivo. En su catarsis final, Arrabal muestra sin reparos una de las imágenes más fieras de la Historia del cine patrio, parangonable con las también contundentes Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929), La sangre de las bestias (Georges Franju, 1949), Oh! Uomo (Yervant Gianikian, Angela Ricci Lucchi, 2004) o Lejos de los árboles (Jacinto Esteva, 1972). A veces es el propio delirio lo que nos salva.