Más que el director, un tal Roberto Andò casi desconocido fuera de Italia, o del propio argumento, que apesta por todos lados a sátira, el principal reclamo de Viva la libertà es el de su actor principal, Toni Servillo. Es decir, el mismo que viene de marcarse un papelón en la ya mítica La gran belleza. Y aquí parece que no llega sólo a lucir el rostro, sino que se atreve con algo siempre complicado: representar un doble papel, en este caso el de un líder de la oposición venido a menos y su hermano gemelo que acaba de salir del manicomio.
En Viva la libertà se refleja a la perfección dos cuestiones acerca de la clase política. En primer lugar, una referida estrictamente a Italia, donde la inestabilidad campa a sus anchas desde hace ya demasiados años. Varios detalles de la película actúan casi como una radiografía de la situación del país en cuanto a su (no) gobernabilidad. Y en segundo lugar, algo ya no tan centrado en el país transalpino sino en lo que se refiere a todos los países del primer mundo: el desengaño de la sociedad respecto a la clase política y, por extensión, a los que ostentan el poder.
Sólo comprendiendo este contexto podremos entender por qué en la película el señor Roberto Andò nos quiere hacer creer que los italianos serían capaces de votar antes a un hombre recién salido del manicomio que a un político serio de los de la vieja escuela. Es inevitable hacerse la pregunta de si semejante cadena de acontecimientos guardaría alguna relación con una hipotética realidad, pregunta a la cual no sería descabellado responder afirmativamente si tenemos en cuenta de que algunos puestos de poder ya están ocupados por personajes no demasiado diferentes al del hombre loco que aquí se nos presenta.
Toda esta crítica se adorna, como aludíamos anteriormente, en un envoltorio repleto de gracietas varias. Por lo tanto, indudablemente estamos ante una sátira cuya intención está más que clara. Ahora bien, ¿cumple con su objetivo? El principio de la obra se desarrolla de manera muy pausada, quizá lenta en exceso, pero poco a poco y de la mano del gran papel de Servillo, el tono cualitativo va in crescendo en medio de gags bastante acertados y con una contextualización de la sociedad al cien por cien fiel respecto de la realidad. Superada la hora de la película, creemos estar ante una pieza histórica, algo que podría quedarse en la hemeroteca para que los universitarios del Siglo XXII comprendieran en clave de humor cómo estaba la situación a comienzos del siglo anterior.
Sin embargo, algo pasa con la última media hora. Lo que antes era una crítica rígida e implacable rodeada de un humor fino y efectivo se torna en un producto irreconocible. En los últimos minutos, la película es apenas una sombra de lo que fue, casi se puede decir que se traiciona a sí misma. Las dosis de humor son más groseras y burdas que propiamente graciosas, mientras que el argumento abraza la irrealidad y la apatía a partes iguales. Es complicado explicar a qué se debe tan drástico bajón, quizá a problemas de tiempo (con 20 minutos más es posible que hubieran podido dar un mejor final a la historia) o simplemente Roberto Andò no seleccionó bien el desenlace, pero en cualquier caso el rastro de indiscutible calidad que iba dejando la película termina borrándose.
Una lástima absoluta, porque como decimos la película iba camino de ser bastante buena tanto como obra cinematográfica como documento histórico. No cambia, eso sí, el placer que supone ver a Servillo de nuevo en acción, ni tampoco la intencionalidad de la obra, muy necesaria en estos tiempos ruines que vivimos. Pero el poso de decepción que deja la obra italiana en su desenlace es, por desgracia superior a las múltiples virtudes que atesoraba con anterioridad.