Vitalina Varela es otro ejemplo de la maestría de Pedro Costa, un director que, por medio de la narración deslocalizada y el uso del lenguaje pictórico como motor principal, consigue crear espacios de soledad y reflexión personal. Escenarios íntimos y únicos que supone, tanto para personajes como para observadores externos, la consagración de sus temores y sus fallos. Un claro testimonio de las posibilidades del lenguaje audiovisual que trasciende la historia para centrarse en la capacidad reveladora de la imagen.
En su cine posnarrativo, Pedro Costa ha compuesto pequeños pedazos de realidad que se manifiestan de forma antinaturalista y ampliamente trascendente. Vitalina Varela es, en cierto modo, el colofón de una obra en clave de claroscuro que comenzó con En el cuarto de Vanda (No quarto da Vanda. 2000) Un tiempo en un espacio que se retrotrae a la memoria, al ahora y al paso del tiempo como motivos principales. Vitalina es una mujer caboverdiana que viaja a Portugal para enterrar a su recién fallecido marido. Pero llega demasiado tarde y ya tan solo puede permanecer en los barrios bajos, en Fontainhas, en la casa ruinosa que su marido le ha dejado en herencia rodeada de vecinos obreros y pobres; silenciosas figuras bidimensionales que salen de vez en cuando a escena y que vagan por los oscuros alrededores como almas en pena.
Vitalina habla en susurros, consigo misma, con los que se encuentra por el vecindario y con los que ya no están. Su apariencia se resume en finos gestos que, por sí solos, tienen la presencia suficiente como para captar la atención de cualquiera y sumergir su empatía y delicadeza en la sombra de la imagen. Poco a poco irá entrando en una dinámica de reflexión y posterior acción que la llevará a tomar una serie de decisiones para con su vida. El motivo por el que decide seguir adelante se irá dibujando a pinceladas, a planos fijos y a miradas fuera de campo. Siempre teniendo en cuenta la construcción del encuadre como principal manifestación del estado anímico de la mujer así como la luz que perfila su imagen en la perpetua oscuridad.
Pedro Costa consigue una vez más mostrar la realidad por medio de un estilo y una forma alejados de un realismo convencional. Consigue hablar de temas sociales sin necesidad de abordarlos de manera explícita y también logra hacer preguntas sobre la situación actual de las personas en situaciones como la de Vitalina. Cual Caravaggio versado en la desdicha y en la situación de los suburbios portugueses, Costa elabora imágenes-retrato y esculturas vivientes que se suceden de manera imperecedera y evocadora. Su manera de mostrar las casas, las calles, los bosques se adhiere a su premisa apesadumbrada y visualmente potente para consolidar una puesta en escena perfecta. Cada movimiento en los cuerpos que pueblan sus planos fijos es como una sacudida en la totalidad de los mismos. Un cambio sustancial en la composición que se aventura a dibujar nuevos porqués y nuevas ideas en torno al fondo de la cuestión. Los pies sangrantes de Vitalina bajando por la escalera del avión, el rostro de Ventura que mira a ninguna parte a través de una reja en un muro o las velas que mantienen iluminado el crucifijo en memoria del difunto son ejemplos de cómo la forma lo dice todo sin otra necesidad que la de envolver la luz en sombras e iluminar tenuemente esa oscuridad.
Más allá de la esperanza que guía a Vitalina desde la noche, aparentemente eterna, hasta el nuevo día, existe una tónica que nos interpela directamente con las imágenes. Si tenemos en cuenta que el sentimiento soterrado de Vitalina la enfrenta continuamente a su devenir y que, en una magistral secuencia en presencia de un fantasma, decide vencer el recuerdo asimilando el dolor, veremos acto seguido que la mayor luz del film no viene de la candela, sino de sus ojos. Los ojos de Vitalina Varela que, como un susurro y un cuchillo, matan el silencio y cortan la oscuridad.