Libertad y humanismo. Estas son probablemente las dos palabras que mejor describirían a la persona y la obra de Agnès Varda, la cineasta de origen belga que cuenta entre su filmografía con títulos como Cléo de 5 à 7 (1962), Kung Fu Master (1988) o La Pointe Courte (1955) —la que es considerada como una de las piezas fundamentales precursoras de la ‹Nouvelle vague›—. Aunque en los últimos años no ha parado de recibir premios honoríficos, esto no ha venido acompañado del apoyo financiero necesario para producir nuevas películas. La excepción ha llegado recientemente con Visages Villages (2017), largometraje codirigido y coprotagonizado junto con el fotógrafo y artista francés JR. Este afortunado encuentro de dos personalidades de creatividades únicas y diferentes, procedentes de dos generaciones muy separadas en el tiempo, ha dado como resultado una especie de ‹road trip movie› performativa en la que ambos recorren pueblos y lugares de Francia con una furgoneta que permite realizar fotografías a sus habitantes e imprimirlas en gran formato para reapropiarse de los edificios, las calles y las localizaciones en las que transcurren sus vidas a partir de su colocación en las fachadas, paredes y demás elementos arquitectónicos visibles.
Las expresiones, las caras y la identidad de los oriundos de cada comunidad que visitan se hacen explícitamente notorias a través de esta iniciativa que reivindica las calles para los ciudadanos que las transitan, para los que viven en las casas situadas en ellas, para quienes trabajan en los comercios que proporcionan servicios a sus vecinos. La energía extraordinariamente positiva y optimista que transmite esa extraña pareja se contagia a todo aquel con el que se cruzan y traspasa la pantalla. El encanto y la personalidad de Varda hacen el resto, impregnando todo su metraje. Mientras tanto, las conversaciones se suceden y las pequeñas anécdotas biográficas, la nostalgia hacia los seres queridos que ya no están o las charlas sobre asuntos más o menos insignificantes permiten capturar la esencia de una hermosa relación personal y profesional que se forja delante de una cámara que busca imágenes directas, desprovistas de cualquier intencionalidad que no sea retratar con honestidad hasta el mínimo artificio introducido durante su rodaje.
La utilización de las construcciones y el entorno sirve para reclamar la identidad y la importancia de los individuos anónimos, la escala humana en la que debería medirse todas las cosas en este mundo. Una dimensión olvidada muchas veces hasta en el mismo cine y a la que pertenece orgullosamente el propio film como un reflejo humilde pero autoconsciente, reflexivo y cómico hacia sus creadores. Acaba configurándose así —con sus dos prominentes figuras artísticas protagonistas— como una encrucijada constante entre una mirada al pasado (y al camino que ha permitido llegar justo a donde se encuentran) y una pregunta abierta sobre el futuro y las posibilidades que se puedan presentar a ambos. No se trata ni mucho menos de una obra crepuscular ni de una despedida. Agnès Varda entiende la vida como un aprovechamiento continuo del presente y las circunstancias. Ni siquiera su viejo y distanciado amigo Jean-Luc Godard puede estropearle el día con una salida de tono, broma o desafío a la estructura narrativa de la cinta que perpetra desde el fuera de campo.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.