Carne y sexo. No concibe Cronenberg, ya no el cuerpo, sino la existencia sin un elemento que a partir de Vinieron de dentro de… sería una constante en toda su filmografía. El cineasta canadiense lo hace patente en una historia que termina prestándose al delirio más febril pero donde la conexión del sexo como un principio catalizador y necesario para la propia especie humana se antoja uno de sus pilares básicos. Esto no sólo queda implícito en el esqueleto de un relato que se muestra incómodo y descarnado desde el primer minuto, pues el canadiense no escatima en otros fundamentos entre los que se encuentran los diálogos o sencillamente mórbidas escenas que pusieron en liza toda una representación del infravalorado germen que supondría Vinieron de dentro de… de la que, a la postre, se podría hablar como un anexo de trabajos posteriores tales como Inseparables o Crash.
Tras un arranque en el que con una frialdad digna de ésta última se nos sitúa en el edificio donde acontecerá esa vorágine de sexo que de tan necesaria parece incluso terrorífica, traza Cronenberg un ideario cuyas primeras secuencias ya desnudan sus intenciones a la par que una carne filmada incluso por momentos de modo viscoso —esa concesión de uno de los personajes frente al espejo—, que muestra la visceralidad de un trabajo perturbador desde el primer minuto; pero no perturbador por poder parecer (y destaco esa palabra) explícito cuando en realidad Cronenberg simplemente busca definir los lindes de su obra amén de conferirle un tono en el que el término explícito se antoja ridículo a todas luces, más bien por el hecho de mostrar secuencias incómodas con una templanza que está fuera de todo lugar.
Remitiéndonos a ese ideario, también compone con talento secuencias que ya han quedado grabadas en el subconsciente de un espectador donde el canadiense siempre ha sabido fijar un horror tan fantástico como tangible. Buena muestra de ese horror se traslada aquí en inolvidables momentos como el de la bañera o el impactante y perverso desliz entre un padre y su hija. Momentos estos que componen una atmósfera inigualable, que traspasa los límites de una propuesta que se topa con la locura más insana pero a su vez mantiene un perturbador y desazonador halo del que es imposible salir por más que Vinieron de dentro de… pueda alcanzar unos tintes de demencia prácticamente inconcebibles.
Más allá de ello, Cronenberg sabe entregarse a las directrices de la serie B con la que flirtea desde el mismísimo momento en que empezamos a percibir la presencia en ella de una obra capital como La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), pero no sólo en un concepto tan básico como el (en ocasiones) claustrofóbico espacio donde se desarrolla la acción, también en la confabulación de secuencias que apuntan directamente a la ópera prima del neoyorquino y desplazan ligeramente ese tono sin llegar a diluirlo, porque ante todo el aquí debutante es un neto creador de imágenes que se trasladan profundamente a la mente del espectador y, sin necesidad de atenerse a un aspecto estilístico —más bien podría decirse que todo lo contrario—, hurgan en el subconsciente de un modo que pocos cineastas lo habrán logrado como el canadiense en las últimas décadas.
Tras todo el arsenal cerebral al que alude en Vinieron de dentro de… también podemos extraer conclusiones que no quedan fijadas únicamente en su premisa inicial —el hecho de jugar a ser Dios y llevar la genética a unos extremos descabellados—, pues se extienden a una conclusión en la que una mente tan tenaz como la de Cronenberg —reflejada, quizá, en su protagonista— cae del mismo modo que cualquier otro personaje presente en ese desquiciado mosaico: porque al fin y al cabo, el instinto primario del ser humano termina arrastrando cuanta brillantez se interceda en sus pasos, ya sea en una lúgubre habitación o en una concurrida piscina.
Larga vida a la nueva carne.