A mediados de los noventa los adolescentes a los que nos chiflaba el cine nos dividíamos entre los que no soportaban las muecas de Jim Carrey y los que las adorábamos. Como dejo entrever en mis palabras, yo me encontraba en el segundo grupo. Me había partido la boca de reír con Ace Ventura, Dos tontos muy tontos y La máscara (una de las películas que recuerdo haber visto en el cine en la que el público más ha reído y expresado su jolgorio abiertamente). Sin embargo, tenía un compañero de instituto que odiaba a Carrey y siempre estaba picándome ya que sabía que yo era admirador de su comedia. Era el típico chico que se veía iba a dirigir sus pasos hacia el mundo de la cultura y el arte. Admirador del rock más alternativo. Cultivador de la pintura y de la poesía. Habitual morador de los locales de Malasaña y Tribunal (en su vertiente más extravagante). Lector compulsivo de las obras clásicas y devorador de textos de filosofía. Con 16 años, amante del cine de Bergman, Antonioni y Dreyer (las tres gracias del cine “gafapasta” antes del nacimiento de internet y su consiguiente globalización de lo subterráneo). Y, de repente, algo pasó. Recuerdo que Un loco a domicilio pasó sin pena ni gloria por las carteleras españolas. Fue un fiasco de taquilla. Igualmente fue la película que llevó a Carrey a ser el actor mejor pagado de Hollywood. Su estancia entre los estrenos fue tan tímida que yo, un fan de Carrey, no tuve tiempo de ir al cine a verla.
No obstante, pasados unos meses, este colega del que antes hablé me sorprendió. Me tocó la espalda en el recreo para llamar mi atención. Quería contarme algo. Y efectivamente, estaba fuera de sí. Me dijo que estaba confundido, que había visto Un loco a domicilio en su vídeo VHS con la única finalidad de meterse conmigo y decirme lo malo que era Carrey, pero que no pudo cumplir con su objetivo, puesto que Un loco a domicilio le había parecido la mejor película de Jim Carrey de largo y que se había pasado todo el metraje con dolor de estómago de tantas carcajadas incontroladas. Desorientado, creí en un primer momento que todo se trataba de una broma pesada. Pero no, el paso de los días no hizo sino corroborar que a David (que así se llamaba el chaval) le había entusiasmado la película. Aturdido por ello decidí apresuradamente comprarme el VHS del film para así tratar de descubrir que es lo que había sucedido, y tras el visionado de la cinta tuve una sensación desconcertante: por un lado la película me gustó, la había disfrutado; pero por otro me quedó cierta noción de que había contemplado una pieza alejada del universo Jim Carrey.
Y es esto lo que creo provocó el hundimiento de esta obra de culto. Pues los adoradores de la comedia gestual y descerebrada de Carrey se encontraron con un juguete tóxico, para nada complaciente y sí muy nocivo. Y los enemigos de su cine por contra se toparon con una comedia al más puro estilo de la ‹screwball› clásica pero reformada desde sus cimientos. Con ese humor negro que esconde entre sus fuentes una crítica ácida y mordiente en contra de una sociedad alienada por la caja tonta. Por esa generación de niños que vino al mundo a finales de los setenta y principios de los ochenta que prosperaron y se hicieron mayores con las luces y enseñanzas contaminadas de la televisión, con sus concursos ingenuos adictivos hasta decir basta, con esas ‹sitcom› de escaso intelecto y pretensiones adoctrinadoras, con esos mensajes subliminales que ambicionaban crear una masa adormecida y domada, fomentando el cotilleo y el egoísmo, avisándonos que para ser alguien había que ser un triunfador en este mundo competitivo donde el vecino era un adversario para conseguir el objetivo. Un mundo donde no había lugar para el fracaso ni para los perdedores, y todo ello envuelto en un disfraz satírico y desternillante gracias al buen hacer detrás de las cámaras de Ben Stiller, un actor procedente del Saturday Night Live que había cosechado cierto éxito como director con la esnob Reality Bites que posteriormente derrotaría su arte hacia los senderos de la comedia más desenfadada y exitosa; con un Judd Apatow que se encargó de producir la cinta y cuya presencia se nota en un guion colmado de sarpullidos y mala baba; y con un Jim Carrey fuera de sí.
Sí, pues esta es una de las películas en las que las dotes de comediante canadiense se muestran más incontroladas. Carrey está desatado, imposible de controlar, poniendo rostro a un psicópata en toda regla a la altura del Norman Bates de Psicosis o del de Henry, retrato de un asesino. Su personaje da miedo. Un lunático del que nadie parece saber nada, una sombra que se oculta de la sociedad aprovechándose de sus cloacas, sin amigos. Sí con muchos conocidos que le devuelven los favores derivados de haber instalado el cable pirata, sin duda el regalo más anhelado por el ciudadano medio americano de los noventa: el poder ver las pelis porno sin pagar, los últimos estrenos antes que nadie, las series de éxito sin rascarse el bolsillo para al día siguiente ir a la oficina (el Twitter del siglo XX, mucho más personalizado y cálido sin duda) y hacer spoilers de las mismas para martirio y envidia cochina de los compañeros. La negrura que confieren Stiller y Carrey a este personaje de nombre desconocido (el del cable o también conocido como ‘Chip Douglas’ para los amigos) hace imposible etiquetar a Un loco a domicilio como una comedia al uso. Hay ciertos engranajes que tocan el cine de terror, el thriller y la intriga “siodmakiana”. No existen personajes simpáticos, puesto que la supuesta víctima, ese Steven Kovacs interpretado con mucha solvencia por Matthew Broderick, resulta asimismo un personaje cargante y adusto. Un yuppie algo inmaduro que ha tenido que abandonar su hogar, echado a patadas por su novia, un oficinista trepa que critica a su jefe con aspiraciones a ocupar su posible trono vacante; un amigo que nunca está para su mejor amigo (interpretado por un joven Jack Black), sino que lo utiliza únicamente cuando lo necesita; un obseso del entretenimiento catódico cuya principal preocupación al arribar a una nueva residencia es seguir disfrutando de la televisión por cable; un tipo ambicioso e inconformista que pondrá toda la carne en el asador con el único objetivo de volver a conquistar a su amor perdido, pegándose como una lapa al no aceptar la decisión personal de una chica que puede que acabara harta de sus manías y artimañas.
Este es el punto de partida de Un loco a domicilio. El encuentro casual de dos almas a priori enfrentadas. La del triunfador que está pasando una mala racha y la del inadaptado social al que no se le conoce relación de amistad con nadie, la del ejecutivo con la del ejecutor disfrazado de instalador del cable. Y lo que en principio podría parecer la típica historia del parásito atolondrado que tratará de desestabilizar la inalterable vida de un hombre gris —¿se acuerdan de la trama de Bola de fuego o de la de La fiera de mi niña?— acabará convirtiéndose en una tela de araña que pondrá patas arriba las infraestructuras del ‹American Way of Life›.
Me encanta cómo poco a poco se va desgranando la relación que se establecerá entre estos dos personajes a raíz del pecado cometido por Kovacs de solicitar al instalador que arriba a su nueva residencia para configurar la televisión de pago que le instale cable de modo ilegal. La inicial complicidad entre profesional/cliente desencadenará una extraña afinidad en Chip que dimanará una especie de acoso compulsivo hacia su inocente víctima, apareciendo de improvisto en un partido de baloncesto entre amigos en los que desatará toda su rabia competitiva; invitando a Kovacs a los terrenos donde reside la parabólica que lanza la señal del cable a todos los hogares americanos; coaccionándolo para que lo acompañe a comer al restaurante de los caballeros medievales, convirtiéndose ambos en los protagonistas de la velada a raíz de participar en el duelo final con el que se culmina las cenas en este establecimiento culinario; montando un karaoke en la casa de Kovacs sin pedir permiso previo, al cual acudirán toda una galería de personajes inadaptados y con claras patologías sociales mientras se cantan éxitos de antaño como American Woman o Somebody To Love. De hecho, la única presencia que parece “normal”, y que acabará haciendo el amor con Kovacs, será desenmascarada al día siguiente como una puta que tuvo que ser contratada como el broche de oro de final de fiesta.
Pero una vez que la garrapata se ha asentado en nuestras carnes, desembarazarse de ella será complicado. Y así Chip seguirá haciendo de las suyas, destruyendo la normal vida de Kovacs, obsesionado por sus pasos sin más propósito que conquistar su amistad. Ejecutando acciones insólitas e inverosímiles a los ojos de lo convencional, pero observadas sin malicia por quien se halla perturbado y dirigido por las enseñanzas de la televisión, su universidad y maestro. Allí donde todas las preguntas tienen respuesta, y si no la tienen, uno se las inventa.
Ya que Un loco a domicilio se eleva como una crítica muy precisa e inteligente que denota el vacío presente en una sociedad que antepone la televisión ante cualquier otro medio de entretenimiento o enseñanza, un nuevo Dios creador de enfermos y monstruos vestidos con diversos ropajes. El opio del pueblo. Esa fuente que emana un radial de diversión, pues la tristeza no está permitida o simplemente ha sido exterminada de sus paisajes, siempre coloridos y agradables. Un bálsamo que tapa nuestras miserias, si bien no las extirpa, pues las mismas siguen presentes al dar clic al botón de apagar del mando a distancia, que mantiene unida a las familias en sus aledaños. Unas familias desestructuradas que no tienen conversación que entablar si no han visualizado un concurso o serie el día anterior.
Pero sobre todo el film se abre camino como una comedia alocada y delirante. Con un Jim Carrey desmedido haciendo muecas exageradas a cada instante, dando un recital de sus peculiares dotes interpretativas, pintando a ese psicópata solitario que halla por fin un sentido en su vida al conocer al que él encomienda como su alma gemela sin consentimiento y con alevosía. Sin duda la película fue construida como un perfecto vehículo para el lucimiento de un Carrey que aprovechó la oportunidad para agrandar su leyenda brindando uno de esos personajes (secundario frente al protagonismo de Broderick) que acabará absorbiendo el alma de un traje hecho a su medida. Un hombre desequilibrado, extremo, aniñado, obsesivo, maníaco, inmaduro, pero del que también brotarán ciertas gotas de ternura. Pues Chip se alzará como una víctima del sistema. Alguien que no comprende porque la sociedad rechaza sus actos. Unos actos que son aplaudidos por contra por esa misma sociedad cuando irradian de la pantalla del televisor. Un Ace Ventura huido de un manicomio, que inquieta y a la vez que divierte, por lo que se le acabará cogiendo cierto cariño.
El gigantismo de Carrey ensombrecerá la presencia de un Broderick que cumple mostrándose muy comedido y de un reparto de actores secundarios que están muy bien en sus respectivos papeles, destacando el cameo realizado por el propio director en el papel de antigua estrella infantil convertido en asesino, protagonista del juicio de moda en los EEUU, o de los veteranos George Segal y Diane Baker como esos padres del desafortunado Kovacs a los que parece que el destino de su vástago se las trae al pairo. Asimismo, cabe destacar la espectacular banda sonora (con toques psicodélicos) que adorna las escenas más rocambolescas del film y un final muy ambiguo en el que tras la típica secuencia de violencia extrema que parece desencadenar en un proceso de redención del protagonista, torcerá finalmente ese ‹happy end› hacia el presentimiento de la existencia de una patología crónica que padece una sociedad infectada de superficialidad y frivolidad como la nuestra. Sin duda una obra visionaria cuyas profecías se hallan si cabe aún más vigentes en la actualidad que en el momento de su estreno. Y eso ya es un aspecto que la hace merecedora de ese culto que ostenta.
Todo modo de amor al cine.